Se agradece, por escaso, el humor en la literatura. Entre las mejores sensaciones que tiene la vida puede estar la de reírse solo en compaía de un libro. Y mejor que la carcajada agarre al lector en soledad, o al menos en alguna situación de privacidad, y no entre un bus o en una sala de espera, porque entonces el gozo se convertirá en vergüenza.
Como lector desde hacia mucho tiempo no me reía con un libro. Recuerdo que me sucedió con algunas escenas de Sin remedio, de Antonio Caballero; y con Nuestro hombre en la Habana, de Graham Greene, que es algo así como una comedia de enredos. Pero la lectura de ambos fue hace muchos años y desde entonces las lecturas que escogía me hacían atravesar muchas sensaciones, pero no la risa.
Aunque ya que lo pienso mejor, sí me había reído. Justamente con Piel de conejo, un volumen de cuentos de este mismo autor, que ahora con Pichón de diablo entró en la novela.
El libro cuenta la llegada al sector estatal —es decir, a la burocracia— del joven Mauricio Castañeda Roldán, Mauro, luego conocido como Artista, y también como Mac Casta, aunque en el fondo no sea nadie más que Pichón, el heredero del clan político de su familia. Los Roldán Builes se mueven entre clientelas, componendas, ponen y quitan, se amangualan con concejales, y aunque Mauro los detesta se ve obligado a aceptar por intermedio suyo un trabajo que no quiere pero tiene que hacer para pagar una deuda universitaria que, si no la amortigua, se lo engullirá. El riesgo estará en que, al hacerlo, correrá el riesgo de terminar tragado precisamente por esa burocracia que, como se sabe, atenaza con más fuerza que una boa constrictora. Ahí, en ese escenario de oficinas públicas, nuestro héroe improbable caminará por la cuerda floja. Para saber su destino habrá que llegar hasta la hoja final.
La buena noticia es que al hacerlo el lector se reirá. Con carcajada, por lo menos un par de veces. El pequeño mundo de los comités primarios, las grecas, los peinados con gel, las escarapelas, el olor de los microondas a la hora del almuerzo, los cactus al pie de las pantallas, las fiestas colectivas de navidad, son el escenario de esta historia que es narrada con ingenio y buen humor. La trama está atravesada por pequeñas desavenencias de cubículo, salpicada de coqueteos de archivador, teñida por la sordidez del funcionario en sus horas de descanso, impulsada por una follada furtiva pagada con nuestros impuestos, y en general cubierta por los vicios —pero también virtudes y bondades, el libro es más, mucho más que una caricatura— de los ecosistemas humanos.
Ahora que se acercan las vacaciones este libro es un gran recomendado. Se advierte, sin embargo, que es mejor leerlo en soledad.
Trozo para lectores: «Se bajó del taxi en el centro y entró a Participación como si nada, con un pastel de pollo en una bolsa de panadería y un juguito de caja, comió rápidamente en su escritorio y cuando creía que había sido un día perfecto, con el almizcle de la faena aún en el hocico, llegó la doctora Berta muy molesta y le dictó un ultimatun, O te ponés las pilas, Mauricio, o pido que te trasladen» .