Carlos Antonio Álvarez Gómez no se anda con rodeos: tras cuatro años en una bóveda el cadáver se convierte en un caldo o en un cuero duro, resistente. El oficio de sepulturero —que ejerce en el corregimiento San Sebastián de Palmitas, ubicado a 29 kilómetros del centro de Medellín— no ofrece metáforas: la muerte es y no hay vuelta de hoja. En la parte superior de la reja de entrada al cementerio se lee la frase “Aquí reposan nuestros seres q eridos (así, sin la u)”.
Delgado, de piel tostada y cabello cenizo, abre el candado, permite el paso, se deshace del cigarrillo. A parte de él nadie tiene la llave, ni siquiera el sacerdote. Si alguien quiere visitar la tumba de un familiar, de un amigo de la infancia, del vecino, debe buscarlo en el parque o ir a la casa de la calle 137 número 193-191 a pedírsela prestada.
El cementerio no es grande, Carlos Antonio lo mide de un vistazo: 50 metros de frente por 25 de fondo. Las paredes están pintadas de amarillo con una gruesa franja gris en la base. El corredor principal desemboca en una pequeña capilla con una estatua blanca de Jesús Resucitado. En este camposanto los huesos no vuelven a la tierra: los guardan en bóvedas y, con el tiempo, en alguno de los 318 osarios. 48 muertos esperan aquí el Juicio Final o el olvido.
Al casco urbano de Palmitas se llega por una cinta de asfalto estrecha, serpentina. El corregimiento está compuesto por nueve veredas y tiene —según un informe de 2020 de la Alcaldía de Medellín— poco menos de ocho mil habitantes, la mayoría mujeres.
A pesar de la calma de los lugareños que caminan lento y ofrecen largas indicaciones cuando se les pide una orientación, las cifras de bienestar social no tienen un gramo de halagüeñas: es la comuna con los índices de vida más bajos de la capital de Antioquia. Un alto número de sus residentes padece la estrechez de los estratos bajo-bajo (30,5%) y bajo medio (65,5%). También, ¿quién lo dijera?, Palmitas está en el podio de dos listas que en apariencia nada tiene que ver su ritmo semirural: en 2019 ocupó el segundo lugar de los sectores de la ciudad con mayor tasa de accidentalidad vehicular y el tercero en los porcentajes de homicidios. Hay poco pensionados —apenas el 1,5%—y Carlos Antonio es uno de ellos.
Trabajó 25 años en la administración municipal, primero en el cargo de obrero y luego en el de interventor de Obras Públicas. Señala el árbol derribado por una borrasca en el potrero de enfrente y se excusa por la hojarasca en los pasillos. Lleva puesto hacia atrás el escapulario: las siluetas de los santos son manchas verdes y ocres.
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¿Cómo alguien se convierte en sepulturero? Carlos Antonio llegó al quehacer por las rarezas de su antecesor. Con sonrisa silente relata las extravagancias del “viejito borrachín” que al abrir las tumbas tomaba los huesos y los chupaba ante los deudos. La gente no tardó en acumular las quejas en el despacho parroquial hasta vencer la paciencia del cura.
En 1990 le ofreció el puesto a Carlos Antonio. Este puso dos condiciones para aceptar el encargo: programar las exhumaciones los fines de semana, cuando él descansaba de sus jornadas en Medellín. También, si un entierro se celebraba en día laboral, dejar el féretro en la bóveda destapada para que él al final de las tardes pudiera poner la losa. Nadie objetó. En Palmitas lo conocen de siempre: nació en la misma casa en la que hoy vive en compañía de una hija.
El trato cotidiano con los muertos le ha conferido una actitud desprovista de estridencias y supersticiones. Después de sacar un cuerpo, de cortarlo con un cuchillo, de extraerle las costillas, de meterlo en una tula, se baña y toma el desayuno o el almuerzo. No detiene su rutina. A la gente que le pregunta cómo puede comer carne luego de sus faenas le responde: “¿por qué no lo voy a hacer?, ¿así mismo no voy a quedar yo?”.
En dos cuadernos —uno grande, otro pequeño— lleva el inventario de los muertos que han pasado por sus manos. Sin revisarlos, recuerda el nombre completo de la primera: Marta Ospina Correa, enterrada el 31 de diciembre de 1990. La letra de Carlos Antonio se inclina levemente a la derecha y las letras están enlazadas. Con los dedos gruesos toca losas y habla del difunto. Cuenta, por ejemplo, que le correspondió poner en nichos a su padre, Antonio J. Álvarez; a su madre, María Elena Gómez, y a su esposa, María Adela Montoya de Álvarez. “Todos los que he enterrado son conocidos”.
A diferencia de los cementerios urbanos, en este la muerte borra las líneas de la clase social: no hay adornos vistosos —a lo sumo flores de plástico o estampas de las diferentes advocaciones de la Virgen—. Tampoco hay mausoleos.
En la página oficial de Palmitas se informa que el poblado se fundó en 1742 en el sitio donde ahora está la vereda La Aldea. Ese mismo año, en otro punto del globo terráqueo, Thomas Gray comenzó la escritura de Elegía escrita en un cementerio de pueblo. El poema habla de aquellos que, lejos de los escenarios, llevaron la vida simple del arado y la cría de animales. El poeta pinta el paisaje “donde la hierba crece en sinuosos montones,/yaciendo para siempre, en sus angostas celdas,/ los sencillos ancestros de la aldea reposan”.