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Diego Agudelo Gómez. Crítico de series
¿Cómo saber que la realidad o lo que entendemos por realidad no es una simulación? La idea ha estado sembrada en la cultura popular desde hace tiempo. Muchas películas y libros y cómics y otras obras de ficción despliegan las distintas maneras en las que esto podría ser posible: una humanidad esclavizada por las máquinas o recuerdos implantados en cuerpos que usurpan vidas ajenas son algunas de las más frecuentes. Pero la ficción no es el único escenario donde se contempla la idea. En los últimos meses circulan con bastante regularidad titulares sobre científicos que afirman que no se puede descartar la hipótesis, que existe un margen de posibilidad en el que esta realidad, nuestra historia evolutiva, la misma historia del origen del universo, sea una realidad simulada por una inteligencia artificial de otro universo. Empresarios como Elon Musk o científicos como Neil deGrasse Tyson lo han afirmado en algún momento, no como una verdad dogmática, sino como una posibilidad que no puede descartarse. Si nosotros mismos hemos creado mundos virtuales, con avatares que obedecen nuestros comandos, ¿por qué descartar que en algún punto esos monigotes poligonales podrían tomar conciencia y considerar su mundo artificial como un mundo real en el que tienen derecho a su libre albedrío?
Hace pocas semanas un empleado de Google reveló un informe asegurando que una inteligencia artificial en la que trabajaba había desarrollado una conciencia y, poco antes de pandemia, un experimento en el que dos inteligencias artificiales conversaban se tuvo que suspender porque desarrollaron un lenguaje ininteligible para los seres humanos. La ficción y la ciencia y el avance tecnológico están trazando el horizonte de las preocupaciones humanas y este tiene que ver con las convenciones de lo real y los linderos de lo humano.
Una serie como Westworld ha explorado este espectro de posibilidades desde la primera temporada. La trama de la primera, emitida en 2016 y disponible en HBO Max, se enfocaba en el modo en que los robots creados para la diversión sádica de los humanos encontraban el camino hacia el despertar de su propia conciencia. Anclados a un loop eterno de asesinatos y violaciones, los robots se topaban de vez en cuando con alguna falla de la realidad, un glitch que desataba una bruma de confusión y locura tras la cual, si se superaba, los hacía dueños de sí mismos para tomar la decisión lógica de la rebelión.
Las secuelas de esta revolución se mostraron en las dos temporadas siguientes. En un futuro de urbes ultratecnificadas y pobladores hiperconectados, las máquinas adoptan la causa de derrocar el monopolio que las grandes corporaciones ejercen sobre la vida privada, o por lo menos sobre los datos que constituyen la vida privada de cada individuo y por ende las decisiones que determinan su destino. Por el desenlace de la tercera temporada la conclusión parecía ser que el caos es un primer gesto libertario.
Ahora que la cuarta temporada de Westworld está en curso, parecía difícil plantear una trama que escapara de lo repetitivo pero de alguna manera Jonathan Nolan y Lisa Joy, los creadores y escritores de la serie, han logrado proponer un giro que le inyecta vitalidad a la serie y la mantiene como una de las más relevantes de los últimos años. Sin entrar demasiado al terreno del spoiler, se puede adelantar que de nuevo hay líneas temporales escindidas y una verdad oculta que invierte el juego de dominación que se había mostrado en la primera temporada. En el corazón de la historia está el poder y el influjo que la narrativa puede tener sobre una vida. Al fin y al cabo, la primera simulación de la realidad que intentó el ser humano es el relato, el mito. ¿Acaso no somos todos habitantes de un relato del que en ocasiones queremos fugarnos?