En 1960 el maestro Fernando Botero se fue a vivir a Nueva York. Fue una época muy difícil, donde volvió a empezar. Eran tan grandes las dificultades económicas que muchas veces se alimentaba con la que él llamó la sopa del pintor, que se hacía con mollejas de pollo que eran muy económicas.
Lo contó Santiago Londoño Vélez, investigador, curador y artista, en su libro Botero, la invención de una estética. Él explica que para sobrevivir vendía cerros de dibujos a diez dólares, a los turistas y a quienes pasaban por su estudio y le tocaban la puerta.
Porque para el maestro los primeros años no fueron fáciles, y por eso Londoño explica que para hacerse artista tuvo muchas luchas, la primera quizá fue subsistir como hijo huérfano: su papá murió cuando él tenía apenas cuatro años y su mamá, costurera, debió sostener a sus tres hijos. Por eso esa mujer llorando que él ha representado tanto tiene una raíz tan profunda: él vio a su mamá llorar muchas veces. No aguantaron hambre, pero fue una vida estrecha.
Que Botero tenga el reconocimiento mundial de ahora tiene que ver con un espíritu de artista que estuvo ahí siempre. Él quería serlo y su mamá lo apoyó, pese a que era un oficio tan mal visto en ese momento.