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Pero el valor del oro no solo tiene consecuencias en Wall Street. A mayores precios internacionales, mayor incentivo para la minería ilegal en Colombia, una actividad dominada por estructuras criminales
A mediados de marzo, el oro superó por primera vez en la historia, en términos nominales, la barrera de los 3.000 dólares por onza: una noticia que podría parecer lejana y de interés exclusivo de los mercados financieros, pero que tiene un impacto profundo para Colombia.
Pero antes de entrar en lo local vale la pena entender por qué importan tanto los precios del oro para los mercados financieros. La razón es simple, este metal cumple una función única dentro del sistema: sirve como refugio en tiempos de turbulencia. Quienes invierten en oro no buscan retornos exponenciales, sino protección y estabilidad frente a las tormentas. El oro no paga dividendos ni intereses, pero en épocas de inflación, devaluación o crisis, actúa como un seguro. Por eso, su precio suele tomarle el pulso al grado de temor que experimentan los mercados en un momento dado. A diferencia de otros commodities, su valor no depende principalmente de la oferta y la demanda, sino de factores macroeconómicos, políticos y, en alguna medida, psicológicos: el precio del oro es, en esencia, una medición del nivel de incertidumbre en el mundo.
Bajo esta lógica, a lo largo de la historia reciente, el precio del oro ha estado correlacionado con los momentos de mayor inestabilidad. Su era moderna inició tras la caída del sistema de Bretton Woods en 1971, cuando dejó de estar atado al dólar. Así, en la década del 70, la inflación galopante y el estancamiento económico impulsaron el oro a máximos históricos que, en términos reales, aún superan los precios actuales. En enero de 1980, por ejemplo, la onza alcanzó un equivalente a más de 3.400 dólares de hoy. Luego vino una larga caída, hasta que eventos como la crisis financiera del 2008, el colapso de la deuda de muchos países europeos y la pandemia reactivaron su protagonismo. Hoy, ese termómetro que es el precio del oro está marcando una fiebre altísima. Las razones detrás de este nuevo ciclo alcista son múltiples y se retroalimentan entre sí: el regreso de Donald Trump al escenario político, con su discurso de guerra comercial, ha incrementado la volatilidad global. Sus amenazas de imponer aranceles a diestra y siniestra como herramienta de negociación, sumadas a su retórica proteccionista y nacionalista, han desatado temores de una nueva escalada inflacionaria. A esto se suma la incertidumbre frente al futuro de conflictos como la guerra en Ucrania, las tensiones en Medio Oriente o la creciente fricción entre China y Taiwán, junto con las expectativas de recortes en las tasas de interés por parte de la Reserva Federal y una desaceleración económica global que ya empieza a sentirse. En este contexto, los inversionistas de todo tipo han corrido a buscar un refugio, y el oro vuelve a presentarse como la opción más segura.
Pero este rally del oro no solo tiene consecuencias en Wall Street. A mayores precios internacionales, mayor incentivo para la minería ilegal en Colombia, una actividad dominada por estructuras criminales: aunque no reciba la misma atención que el narcotráfico, la extracción ilícita de minerales —donde el oro es el recurso preponderante— se ha convertido en un pilar financiero cada vez más relevante para grupos al margen de la ley como el Clan del Golfo. En regiones como el Bajo Cauca, el Nordeste y, de forma creciente, el Oriente y el norte de Antioquia, el encarecimiento del oro no solo vigoriza estas economías ilegales, sino que también erosiona la ya limitada capacidad del Estado para contenerlas.
Casos recientes que ha reportado EL COLOMBIANO ilustran la crudeza de la situación actual frente a la minería ilegal. El Bajo Cauca antioqueño, probablemente el caso más dramático de la tragedia de la obtención ilegal de oro, es hoy un territorio atrapado en una paradoja dolorosa: una región rica en este mineral, pero empobrecida por la devastación de la minería ilegal, que ha convertido sus ríos y bosques en campos arrasados. El avance de dragas, retroexcavadoras y maquinaria pesada ha dejado una estela de cráteres llenos de lodo y mercurio, bosques calcinados y comunidades enteras sometidas al control de grupos armados como el Clan del Golfo.
En el Oriente antioqueño, una región sin vocación minera, los ríos que antes impulsaban la agricultura y el turismo están siendo crecientemente degradados por actividades extractivas ilegales. Solo en 2024, Cornare recibió más de 60 denuncias relacionadas con minería ilegal, muchas de ellas asociadas a las mismas estructuras armadas que agobian el Bajo Cauca, lo cual ha tensionado la seguridad en municipios como San Carlos, Granada, Cocorná y San Rafael. Y el impacto trasciende lo ambiental: la central hidroeléctrica Porce III, la segunda más importante de EPM, enfrenta hoy un riesgo real por la presencia de operaciones mineras ilegales instaladas a pocos metros de su zona de descarga.
Todo esto sirve como un recordatorio brutal de cómo las dinámicas globales pueden acabar reflejándose en nuestra realidad local. Ya decía la teoría del caos que el aleteo de una mariposa en Hong Kong podría causar un huracán en Nueva York. Una crisis financiera en Estados Unidos o una tensión geopolítica en Asia puede terminar desatando actividades criminales en una vereda del Oriente antioqueño. El aumento del precio del oro, que para muchos inversionistas representa una bendición o una oportunidad de refugio, para los colombianos en estas regiones podría convertirse, una vez más, en una maldición.