Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
Es probable que los anuncios de los aranceles en verdad sean, más que una guerra comercial real, el nuevo garrote que usa el Tío Sam (el Tío Trump) para relacionarse con el mundo. De ahí la pausa de 90 días que anunció.
La aún no totalmente clara estrategia del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de imponer “aranceles recíprocos” a prácticamente todos los productos del mundo ha desatado una ola de temblores encadenados que no para.
Y decimos que la estrategia no es clara porque todavía nadie sabe bien el alcance de los anuncios: países como México y Canadá, los primeros a los que ‘amenazó’, por ejemplo, hoy parecen estar librándose del alza de los tributos aduaneros. Y ayer, el anuncio de Trump de que pondrá en pausa los aranceles por 3 meses para 75 países que lo llamaron a negociar, ya suena sospechoso. Deja un extraño sabor de que más que un declaración de guerra comercial, Trump está utilizando los aranceles como un novedoso instrumento de negociación con todo el mundo.
La lógica parece simple: “¿Qué me va a dar tu país a cambio de yo permitirle vender sus productos sin aranceles a los más de 340 millones de personas que viven y consumen en Estados Unidos?”. Sin duda, es una medida antipática pero astuta, de repente el presidente de Estados Unidos se dio cuenta de que podía pasar cuenta de cobro a todos los países –y no necesariamente a sus empresas– para darles permiso de vender en ese apetitoso mercado.
Por lo pronto, y hasta el momento de escribir estas líneas, el único sacrificado con aranceles parecería ser China, al que sí dijo le subirá desde ya del 104 al 125% el impuesto aduanero. Pero el suspenso continúa.
Y es que, eso de poner aranceles altos a todos los países del mundo puede devolvérsele a Trump. En teoría, poner impuestos a las importaciones tiene como efecto que se fortalece la industria local. No obstante, en la práctica, para llegar a ese resultado eventualmente, cientos de miles de empresas deben —en un plazo muy corto y en medio de gran incertidumbre— asumir altos costos logísticos, operativos y financieros para relocalizar procesos, renegociar contratos y reestructurar cadenas de suministro globalizadas a fin de poder continuar sus operaciones.
Un caso paradigmático es lo que está ocurriendo en Apple, la compañía más valiosa del mundo durante la última década. El iPhone se ensambla mayoritariamente en China, pero depende además de una red especializada de suministros que provienen de Taiwán, Corea del Sur, Japón, India y Vietnam. Con aranceles superiores al 50% sobre las importaciones chinas (o 125%, si termina siendo realidad el anuncio de ayer), del 32% sobre las taiwanesas y del 26% sobre las indias, como anunció inicialmente Washington, Apple enfrentaría un encarecimiento automático en su producción. Según el Wall Street Journal, el costo de ensamblaje de un iPhone 16 Pro podría pasar de 580 dólares a 850 dólares, obligando a la compañía a elevar precios al consumidor que aumentarían de 1.700 dólares a más de 3.000.
Otro ejemplo es el de Nike, cuyo modelo de negocio depende de la eficiencia de sus cadenas globales de manufactura. Durante años, la compañía trasladó buena parte de su producción a Vietnam, país que se benefició de una rápida industrialización y del éxodo de fábricas desde China tras la primera guerra comercial de Trump. Hoy, Vietnam produce más del 50% del calzado de Nike. Pero el nuevo arancel del 46% amenaza con desmantelar esta estrategia. Los efectos ya se sienten. Las acciones de Nike cayeron un 13% tras el anuncio de Trump la semana pasada, y la compañía ha advertido podría verse obligada a aumentar los precios en más de 20%.
Todavía hay grandes interrogantes. Por ejemplo, ¿Cómo podría Estados Unidos reactivar industrias, como la textil o la del calzado, que tiene una alta dependencia en mano de obra? ¿En dónde va a encontrar la cantidad de mano de obra barata dentro de los límites de su país si de manera simultánea está haciendo una masiva deportación de inmigrantes? ¿A qué costo tendrán que producir las empresas dentro de su propio país? ¿Si será sostenible?
Todas esas preguntas sugieren que es altamente probable que los anuncios de los aranceles de Trump en verdad sean, más que una guerra comercial real, el nuevo garrote que usa el Tío Sam (o si se quiere el Tío Trump) para relacionarse con el mundo. De ahí la pausa de 90 días que anunció.
Él tiene claro que sustituir importaciones no se da por generación espontánea. En el corto plazo, el resultado más probable no es una reindustrialización acelerada, sino una contracción del consumo, que termina restando bienestar de la población.
El otro gran riesgo es el efecto en la confianza de los inversionistas: las grandes corporaciones toman decisiones de inversión con horizontes de 5, 10 y hasta 20 años. Ser tan imprevisible como lo está demostrando Trump genera una parálisis con efecto dominó: menos empleo, menos inversión extranjera, menos innovación.
Y supongamos que tratándose de una estrategia, no termine poniendo aranceles a raimundo y todo el mundo sino a unos cuantos países seleccionados. En ese caso el daño más grande de esta estrategia no sería el encarecimiento de los productos, ni la caída de las acciones, sino el debilitamiento de la confianza que ha sostenido la inversión global durante las últimas décadas. Los gobernantes no solo hacen daño declarando guerras, también pueden dejar una huella nefasta al hacer estallar en mil pedazos instituciones tan valiosas como la confianza que, en materia de comercio, ha construido el mundo a lo largo de muchas décadas.