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Lo que se exige del gobierno de Petro no es perfección, sino decencia, coherencia y respeto por las reglas que rigen la administración pública. Recuperar la vergüenza es el primer paso para salvar lo que aún queda de su legitimidad.
En la vida pública, como en la personal, hay líneas que, una vez cruzadas, marcan un punto de no retorno. La ética y la coherencia son principios que deberían guiar a cualquier gobierno que pretenda construir confianza ciudadana. Sin embargo, en el caso del Gobierno de Gustavo Petro, estos valores parecen haber sido sustituidos por una peligrosa desinhibición institucional: la pérdida progresiva —y ya casi absoluta— de la vergüenza política.
Lo que comenzó como un proyecto que prometía “el cambio” ha derivado en un gobierno que incurre sistemáticamente en prácticas que antes denunciaba con vehemencia. El ejemplo más reciente, aunque no el único, es el del nepotismo que ha permeado distintas capas del Gobierno.
Funcionarios como el ministro de salud, Guillermo Alfonso Jaramillo; la hasta hace poco ministra de Trabajo, Gloria Inés Ramírez; y el representante David Racero, que han sido históricamente críticos de este tipo de anomalía, hoy defienden la presencia de hijos, hermanos y amigos en altos cargos públicos, como si se tratara de un derecho adquirido por cercanía ideológica o afectiva, y no una violación al principio del mérito y transparencia.
La lista es penosa. El ministro Jaramillo “colocó” a su esposa y a su hijo, y su hermano ha podido ubicar varias de sus cuotas políticas en el sector. Racero, el que fue presidente de la Cámara, bate récord. Según la investigación de EL COLOMBIANO les abrió campo a nueve familiares. A los tíos del senador Inti Asprilla los pusieron a controlar las EPS intervenidas. Los esposos de las ministras de Agricultura y Vivienda han estado en la nómina del Gobierno; la hasta hace poco ministra de Trabajo logró puesto para dos de sus hijos y para su hermana. Y Hollman Morris, director de RTVC, tiene a sus tres hermanos con cargos en el Gobierno. Por mencionar solo algunos: la lista es más larga.
Pero el problema va más allá del favoritismo familiar. Hay una permisividad creciente hacia el abuso de poder, los conflictos de interés y el uso del Estado como si solo estuviera dedicado a atender a un sector político. La presencia de la esposa del ministro de Salud en la Superintendencia del ramo, que configuraría un conflicto de interés, o el anuncio del nombramiento de la exministra Irene Vélez como directora de la Anla mientras su papá es miembro de la junta de Ecopetrol, una empresa que a menudo necesita licencias ambientales, reflejan una lógica de apropiación del Estado.
¿Qué dirían personajes como Antanas Mockus o Luis Jorge Garay sobre este tipo de captura del Estado?
A esto se suman otros episodios lamentables: la resistencia del presidente Petro a condenar a figuras de su círculo cercano implicadas en posible corrupción, como el escándalo de su hijo Nicolás Petro o el del gerente de su campaña Ricardo Roa; el uso reiterado de recursos oficiales para dar peleas personales o ideológicas; y la frecuente manipulación del discurso para justificar lo injustificable con una narrativa que cada vez está más desprovista de técnica y más inundada de dogmas.
El caso de las llamadas bodegas en las redes sociales es dramático. En una democracia sana, el disenso es un pilar fundamental, y el debate público debe sustentarse en la confrontación de ideas, no en la destrucción moral del adversario. No se trata de simples activistas en redes sociales, sino de estructuras coordinadas, financiadas en muchos casos con recursos públicos, que tienen como objetivo no la defensa de ideas, sino la aniquilación reputacional de voces críticas, medios de comunicación, magistrados, periodistas y líderes de opinión que cumplen un papel clave en el control del poder.
Con el agravante de que los “bodegueros” más conocidos suelen asumir una actitud desafiante y grosera con quienes se atreven a cuestionarlos como si no les importara el hecho de que están siendo pagados con recursos públicos. Y la Procuraduría no se atreve a revisar si están incurriendo en algún tipo de falla disciplinaria.
La instrumentalización de estas bodegas —cuentas anónimas, bots, perfiles que replican narrativas oficiales sin admitir discusión— convierte al Estado en una máquina de propaganda y hostigamiento. Usar el aparato público para financiar campañas de desprestigio significa que el dinero de todos los colombianos está siendo usado para silenciar a quienes deberían vigilar al poder.
La democracia no puede construirse sobre el miedo ni sobre la eliminación simbólica de quienes piensan distinto. Lo que debería ser un espacio para el debate de argumentos se convierte en un terreno de linchamientos digitales. La política no debe ser una guerra de exterminio y menos financiada por el erario.
Un Gobierno que pierde la vergüenza, que no se siente obligado a dar explicaciones, que trivializa las denuncias y responde con desdén a los controles, debilita gravemente el sistema democrático. Al relativizar la gravedad de sus errores, siembra una cultura de impunidad que erosiona la confianza pública y amplía el abismo entre la ciudadanía y sus gobernantes.
Colombia no puede permitirse este deterioro. La historia reciente de América Latina está llena de ejemplos de gobiernos que comenzaron con promesas de redención y terminaron socavando las instituciones que juraron salvar. Lo que se exige del Gobierno de Petro no es perfección, sino decencia, coherencia y respeto por las reglas que rigen la administración pública. Recuperar la vergüenza es el primer paso para salvar lo que aún queda de su legitimidad. Pero el tiempo, y la paciencia ciudadana, se agotan..