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Esteban Duperly
Siervo sin tierra, de Eduardo Caballero Calderón. Disponible para descarga libre desde internet en la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana de la Biblioteca Nacional. 257 páginas.
La literatura, y en general cualquier forma de arte, es útil por sí misma. Es decir, no deberíamos reclamarle utilidad como se le pide, digamos, a una máquina. Pero aún bajo ese supuesto cabe preguntarse para qué sirve la narrativa; cuál es la utilidad de todo el aspaviento literario. Mi respuesta es una sola: para encarnar a otros. Leer es desdoblarse: con la literatura entramos en cuerpos que no son los nuestros sino los de los personajes; gente que no se parece a nosotros, gente que no somos nosotros y que nunca seremos. Sin embargo, al encarnarla llegaremos a sentir —ojalá, ese es el truco— sus alegrías y sus miserias. Por un rato seremos ellos en nuestra carne.
Con suerte todo este proceso conducirá a la gran palabra: empatía, que es sentir a otros.
Tal vez, entonces, si lo que digo es cierto, leer Siervo sin tierra nos ayude a entender lo que nos pasa. Seamos, pues, Siervo Joya; seamos.
Seamos un campesino hacia el final de la década de 1940 entre Boyacá y Santander, recién largado del ejército, que regresa a la parcela de tierra seca y porosa donde nació. Ese pedazo de mundo está ahora en el latifundio de don Floro, quien le —¿nos?— permitirá vivir y trabajarlo a cambio de unos días de jornal en su propiedad, pagándole también derecho al agua, aunque por fortuna habrá un techo y un fogón, y un lugar también para dormir. Estaremos ante una típica relación de aparcero y hacendado del campo colombiano.
Siervo sin tierra, lo han dicho muchos ya, es un libro escrito en clave de «tenencia de la tierra», como se refieren los académicos a ese problema en el que incurrimos una y otra vez, tal si fuéramos objetos atrapados en una órbita de la que nos negamos a escapar, circular y espiral, despreciando siempre la salida, y de paso la posibilidad de no ser la estirpe — y perdónenme que mezcle acá otra referencia literaria, pero es que en estos tiempos confusos hay que usarlo todo— sin una segunda oportunidad sobre la tierra.
Trozo para lectores: «Siervo iba cargado con las herramientas que le dio el mayordomo, más un saco de fique repleto de semillas de tomate y una carga de palos y chamizos que iba recogiendo por el camino. La Tránsito llevaba, fuera del niño, al que sostenía con un solo brazo, un talego de papel en la mano que tenía libre. Allí llevaba las velas, los fósforos, las pastillas de chocolate de panela, las libras de habas y alverjas para la mazamorra, más un terrón de sal. En la cabeza y sobre la jipa cargaba dos ollas de barro»
Este es un mundo maniqueo, de ricos y pobres, de fuertes y débiles, es cierto, pero nos sirve para entender: a Rudecindo, un campesino bueno que seguro escapó de alguno de los éxodos tan comunes en nuestra historia, la miseria empieza a rodearlo por todo lado y no le deja salida. Él, y todos en su familia, son absorbidos por un mundo sin compasión ni moral, y su corazón se transforma. Pronto aparecerá la rebelión como un acto inevitable. La rabia se desatará; será la fuerza elemental que hará volar la tapa.
Trozo para lectores: «Rudecindo esperaba aún. Ya estaba más sereno. Casi todos los hombres eran de su misma condición: campesinos enseñados a manejar el arado o la azada, obligados por las circunstancias o guiados por la ambición a trabajar en la Compañía Carbonera del Oriente. Los examinó, y luego los contó. Era lo único que sabía hacer. Contar, pero solamente hasta cincuenta» I