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La verdad oculta. El brutalista, de Brady Corbet

10 de febrero de 2025
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  • La verdad oculta. El brutalista, de Brady Corbet

Entre las cosas que sí deberíamos agradecerle al COVID, que al final no nos volvió mejores personas (tal vez lo contrario), está el reparto de El brutalista. Aunque también son intérpretes de primera línea, después del disfrute incómodo y desgarrador que implican sus tres horas y media de duración es muy difícil imaginar cómo habría sido esta película con Joel Edgerton, Marion Cotillard y Mark Rylance en sus roles principales. Sobre todo porque el rostro de Adrien Brody encarna en sí mismo la idea principal de esta historia: somos nuestras cicatrices.

Basta con verlo al salir a la cubierta del barco que lo ha llevado a América desde Europa, acompañado por el precioso tema musical de Daniel Blumberg, que parece surgir del caos y las sirenas que han dejado atrás, para que entendamos lo que implica para László Tóth, arquitecto exitoso, sobreviviente a los campos de exterminio, ver la Estatua de la Libertad. Eso sí, necesitaremos toda la película para entender plenamente lo que significa que Brady Corbet, guionista junto con Mona Fastvold y director, decida mostrarla de cabeza, de lado, torcida. Porque el sueño americano, en aquel entonces como ahora, viene con una factura que no se termina nunca de pagar.

Corbet, que narra con una ambición y con un pulso —vean las secuencias donde hay sexo, observen la manera en que se muestra lo que Tóth construye— que no se corresponden con la brevedad de su carrera ni con su edad, ha inventado a un personaje que jamás existió, un artista que intenta reconstruir su carrera en un continente ajeno, para decir muchas cosas que nos atañen: que, por una parte, todos somos construcciones, fachadas que levantamos, pero que, por otra, esos edificios no logran expresar todo lo que somos. Ni László es solo la belleza que es capaz de crear porque también es la adicción obscura, el ego impertinente, el orgullo derrotado; ni su mujer, Erzsébeth es solamente su cuerpo resquebrajado que sostiene un cerebro perspicaz, porque también es el ansia de placer y la dignidad. Mucho menos Van Buren es solamente ese millonario que quiere mirar sobre el hombro a todos, superándolos con su cava de vinos o con su “intelectualidad”, porque también es el deseo de someter, la sed por humillar y por poseer la belleza a toda costa. Felicity Jones y Guy Pierce ofrecen actuaciones extraordinarias, tal vez las mejores de sus carreras, que hacen que la intensidad de Brody tenga interlocutores a su altura.

Corbet usa la fotografía de Lol Crawley, espléndida en sus colores y texturas, para mostrar que la sociedad estadounidense que se construyó en la postguerra, sigue en deuda con esos inmigrantes que le entregaron todo. Y en el final, tal vez lo menos afortunado de El brutalista, nos recalca que la verdad no es tan clara y sólida como las construcciones brutalistas. Es lo que se esconde en el alma del creador, lo no leído, la veta de colores en el mármol blanco, lo que hace que el arte siga siendo inabarcable. Un poema misterioso que cada quién traduce a su propia lengua.

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