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La templanza no es solo brasilera. Aún estoy aquí, de Walter Salles

17 de febrero de 2025
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  • La templanza no es solo brasilera. Aún estoy aquí, de Walter Salles
  • La templanza no es solo brasilera. Aún estoy aquí, de Walter Salles

Es cierto que la principal debilidad de Aún estoy aquí, de Walter Salles, es que se acaba tres veces, pero también es cierto que ese error, cada vez más común en el cine actual, en este caso se disculpa porque es consecuencia de la mayor fortaleza de la película: el enorme cariño que Walter Salles tiene por sus personajes. Lo que sentimos como espectadores es que Salles simplemente no tuvo corazón para no contarnos qué había sido de Eunice Facciolla Paiva después de lo narrado, cómo había continuado su vida esa familia incompleta, cuánta alegría lograron vivir.

Ese aprecio real y sincero por la familia Facciolla Paiva se debe sobre todo a que Salles era uno de los muchos niños y jóvenes que iban a la casa familiar en Río, cerca a la playa, y que se maravillaban con ese hogar donde la discusión política era parte de la conversación cotidiana y varias generaciones convivían y compartían el fútbol, la comida y la música. Ese “calor de hogar” que tanto transmite la historia, es también virtud de la fotografía cálida y tibia de Adrian Teijido y del uso de imágenes “familiares” captadas en Super 8 (como esa carta-metraje que manda la hermana mayor desde Londres, donde estaban ya exiliados Gilberto Gil y Caetano Veloso) que le suman verosimilitud a cada momento, sumadas a un trabajo brillante del diseñador de producción, Carlos Conti, que nos transporta a una época. Por eso el choque es tan fuerte cuando vemos que en esa casa alegre se presenta la tragedia, encarnada por el barbado e impasible policía Schneider, para llevarse al amable y rubicundo ingeniero Rubens Paiva, quien hace lo que puede para no mostrar temor frente a sus hijos. Y aquí es donde nosotros, los latinoamericanos, los tercermundistas, los que han conocido la opresión, creamos una conexión con Aún estoy aquí que tal vez otros públicos no comprendan. Porque el rostro de Fernanda Torres, que es Eunice como sólo las grandes actrices pueden hacerlo, es un rostro que hemos visto mil veces en nuestros noticieros. Es el mismo de la señora que cuenta cómo a su hijo lo montaron en una camioneta para no verlo más, o cómo a su esposo lo bajaron de un bus en alguna carretera rural, o el de la joven que se despidió de su papá un día que iba para el trabajo sin saber que jamás escucharía otra vez su voz.

Y en estos días en que la palabra dignidad ha sido tan maltratada, tal vez sea mejor decir que lo que transmite la cara de Fernanda Torres, justamente nominada al Óscar por su actuación, es templanza. Templanza como la entendían los filósofos griegos, como esa serenidad permanente del que sabe que el dolor va por dentro y la vida sigue y lo único que se puede hacer es plantarse firme frente a la injusticia y no permitir que la tristeza venza. Porque eso es lo que quieren. Que no volvamos a abrazarnos, ni a compartir en la mesa, ni a jugar futbolito a los gritos. Por eso toca seguir aquí, haciendo películas como ésta, esperando a que el pasado hable, riéndonos en las fotos. Esa es nuestra venganza.

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