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La casa del rock en Medellín cumple 40 años

16 de noviembre de 2024
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Hubo un tiempo, por allá en los años noventa, en que tener las muñecas forradas de manillas por la asistencia a los conciertos de Mederock era un signo de prestigio entre roqueros. El escenario para estos rituales era el teatro al aire libre Carlos Vieco Ortiz, un espacio con la mística para ser un templo de la distorsión, el bautizo de fuego para muchos grupos de la ciudad.

Todos querían tocar en el Carlos Vieco, todos lo veían como el acto de graduación en el rock, todos, con honor, alzaban el pecho y decían a los demás: “Sí, yo toqué en el Vieco”. Era un tema de prestigio, sin lugar a dudas.

El primer concierto de Aterciopelados en Medellín, por ejemplo, fue en el Vieco. Allí hicieron la presentación de su primer disco, Con el corazón en la mano, en 1993. En esa oportunidad viajaron ligeros de equipaje, los instrumentos con los que tocaron fueron prestados por Juanita Dientes Verdes. Aterciopelados aún era una banda de garaje que vestía de punkeros. Héctor Buitrago tenía dreadlocks y Andrea Echeverri, rapada, lucía un pedazo de cabello liso colgando sobre la frente. Andrea recuerda que el sonido que ella tenía en Medellín jamás lo había tenido en Bogotá; en la capital cantaba las canciones porque se las sabía, pero realmente en Medellín, en el Vieco, pudo oírse con claridad.

Ese concierto lo recuerda la gente porque Héctor, de la emoción de estar tocando allí, se tiró de bruces al público, con el bajo conectado al amplificador, volando por los aires hasta darse de frente contra las graderías y romperse la cabeza.

Las filas interminables para entrar al Vieco son recordadas por todos, bajo la lluvia o el sol inclemente. Desde abajo, en la base del cerro, siempre se veía a una horda de roqueros caminando con botellas de vino en las manos, camisetas de bandas de metal y punk, y las melenas al viento listas para vivir jornadas de distorsión.

Un afiche empezó a circular por los muros de la urbe; en él se veía a cinco muchachos de pelo largo, pañoletas en la frente, chaquetas de cuero y actitud retadora. Ellos estrenarían para el rock de Medellín el teatro al aire libre Carlos Vieco Ortiz. Una radio independiente, Radio disco ZH, anunció el concierto que cambiaría muchas cosas en la ciudad. Sábado 14 de marzo de 1987: Kraken en concierto. Por primera vez en ese lugar casi desconocido y rodeado de montañas.

El montaje de aquel espectáculo fue impresionante para la época: una infraestructura con luces, buenos equipos, organización en la entrada, cámaras y amplio personal logístico. Esa noche, además del concierto, Kraken grabaría los videos de algunas canciones. Era una banda nueva que generaba expectativa, al igual que el lugar.

La banda iba por la quinta canción y la gente vibraba. Elkin Ramírez, vocalista, no paraba de moverse de un lado a otro; vestía una camisilla azul oscura, un pantalón café y llevaba una manilla ancha de color blanco en su muñeca derecha; Ricardo Posada tenía una camiseta negra y una guitarra tipo Les Paul; Hugo Restrepo, una camisilla roja y su guitarra blanca con rayas rojas, tipo Flying V. En un momento, Elkin cargó en brazos a Hugo y alentó al público para el inicio de un solo de guitarra. De repente, ocurrió lo que algunos integrantes de la banda y fanáticos temían: llegó una lluvia de piedras, envases y objetos contundentes dirigidos al escenario.

Kraken era una banda con muchos contradictores en la escena punk y metal; las razones, injustificadas, un radicalismo absurdo que se extendió no solo a esta banda sino entre géneros. Con Kraken sentían rabia por considerarlos “los burgueses del rock de Medellín”. Muchos metaleros y punkeros planearon este ataque, reunieron las piedras y esperaron ese día.

“Si esta fuera mi casa, todos serían bienvenidos, pero no es mi casa, así que tenemos que respetar. Necesitamos que se corran de acá para arriba, solo un poco por favor, si no entonces el concierto se detiene...”, dijo Elkin tratando de calmar los ánimos. Sin embargo esas palabras generaron el efecto contrario. El concierto se convirtió en una batalla campal.

Los integrantes de la banda trataron de seguir a pesar de la arremetida, pero cuando vieron un hueco en el bombo y a varias personas del público heridas decidieron salir del escenario escoltados por la policía. Luego de esa noche, las autoridades municipales optaron por cerrar el teatro que hasta ahora tomaba vida y sonido.

De ese momento hasta ahora han pasado 40 años, y seguimos celebrando la existencia de este templo del rock que redefinió nuestra forma de ser rocanrol. Felices 40, teatro Carlos Vieco.

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