Pico y Placa Medellín
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Todo inicia en 1665, en uno de los siete cerros tutelares de Medellín, el Cerro de la Casita, que pasó de dueño en dueño, primero fue de doña Marcela de la Parra y Márquez y luego de intercambios, negocios y tranzas quedó adjudicado a la familia Cadavid. Cambió de nombre, se empezó a llamar el Cerro de los Cadavíes y continuó siendo un lugar inhóspito hasta que, en 1929, gracias a la iniciativa del Concejo de Medellín y la Sociedad de Mejoras Públicas fue adquirido por la municipalidad. Tras la adquisición, el Concejo de manera pública invitó a los habitantes de la ciudad a votar para elegir un nuevo nombre para este cerro y, quedó como ganador Cerro Nutibara. Ya con el predio listo y la proyección de lo que sería un gran parque para la ciudad, en 1979 se empezó a visualizar el diseño y desarrollo de un anfiteatro sobre la ladera norte.
En noviembre de 1980 a este proyecto, aún en planos, se le dio nombre, Teatro Carlos Vieco Ortiz, como un homenaje al músico y compositor antioqueño, muerto el 13 de septiembre de 1979. Carlos Vieco fue considerado como el Schubert antioqueño, y la importancia de su figura y de su prolífica obra fue razón suficiente para bautizar al teatro que apenas se empezaría a construir. La obra de este músico, que falleció a los 79 años, está compuesta por 403 bambucos, 273 pasillos, 55 guabinas, 86 danzas, 48 villancicos, tres zarzuelas, 24 canciones infantiles, una misa folclórica colombiana, 150 valses, cuatro obras de música religiosa, 28 pasodobles, 20 tangos, diez boleros y 258 himnos, incluidos el de Santa Fe de Antioquia y el de Herveo, Tolima.
Finalmente, y luego de varios años de construcción, el teatro al aire libre Carlos Vieco se estrenó el 11 de agosto de 1984.
Hubo un tiempo, por allá en los noventa, en que tener las muñecas forradas de manillas por la asistencia a los conciertos de Mederock era un signo de prestigio entre roqueros. El escenario para estos rituales era el teatro al aire libre Carlos Vieco Ortiz, un espacio con la mística para ser un templo de la distorsión, el bautizo de fuego para muchos grupos de la ciudad.
Todos querían tocar en el Carlos Vieco, todos lo veían como el acto de graduación en el rock, todos, con honor, alzaban el pecho y decían a los demás: “Sí, yo toqué en el Vieco”. Era un tema de prestigio, sin lugar a dudas.
El primer concierto de Aterciopelados en Medellín, por ejemplo, fue en el Vieco. Allí hicieron la presentación de su primer disco, Con el corazón en la mano, en 1993. En esa oportunidad viajaron ligeros de equipaje, los instrumentos con los que tocaron fueron prestados por Juanita Dientes Verdes. Aterciopelados aún era una banda de garaje que vestía de punkeros. Héctor Buitrago tenía dreadlocks y Andrea Echeverri, rapada, lucía un pedazo de cabello liso colgando sobre la frente. Andrea recuerda que el sonido que ella tenía en Medellín jamás lo había tenido en Bogotá; en la capital cantaba las canciones porque se las sabía, pero realmente en Medellín, en el Vieco, pudo oírse con claridad.
Ese concierto lo recuerda la gente porque Héctor, de la emoción de estar tocando allí, se tiró de bruces al público, con el bajo conectado al amplificador, volando por los aires hasta darse de frente contra las graderías y romperse la cabeza.
Las filas interminables para entrar al Vieco son recordadas por todos, bajo la lluvia o el sol inclemente. Desde abajo, en la base del cerro, siempre se veía a una horda de roqueros caminando con botellas de vino en las manos, camisetas de bandas de metal y punk, y las melenas al viento listas para vivir jornadas de distorsión.