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El orden de las cosas. “El último bar”, de Ken Loach

05 de agosto de 2024
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Para Tatiana Andia

Cuando se llega a los 88 años, como Ken Loach —dos veces ganador de la Palma de Oro en Cannes y director de “El último bar”, estrenada el jueves pasado en Colombia—, se tiene bastante claro qué tanta fe se puede tener en la humanidad. Sobre todo si uno ha tenido, como él, una conciencia social que terminó convirtiéndose en su estilo, en su marca de autor.

Por eso es tan importante el orden en que nos presentan los hechos en esta historia, su décimo cuarta colaboración con el guionista Paul Laverty. Loach comienza la película con una serie de fotografías en blanco y negro que narran un viaje, el que hacen Yara y su familia desde Siria, expulsados por la violencia y por un régimen autoritario (y ahí es inevitable sentir una conexión emocional porque allí donde dice sirios podría decir venezolanos o colombianos) que los ha obligado a dejar su tierra con lo puesto. Las imágenes las toma Yara con una cámara que le regaló su padre, del que no saben nada y sobre el que guardan la esperanza de que pueda encontrarlos allá en Durham, al noreste de Inglaterra.

Mientras vemos las imágenes escuchamos ruido de voces, insultos, frases hirientes de esas que han recibido todos los refugiados e inmigrantes que en el mundo han sido, y que aumentarán con el pasar de las escenas, porque más que la historia de esa familia, lo que Loach quiere contarnos es la reacción ante su presencia de una comunidad que ya tiene razones para estar deprimida: es pobre, su juventud crece con violencia y sin ilusiones de futuro y bienestar, y sólo conserva viejos recuerdos de tiempos mejores, cuando varias minas ofrecían sustento a la mayoría.

Eran tiempos en que The old oak, el bar que regenta en el primer piso de su casa el simpatico TJ Ballantine (un bombero veterano en la vida real, de esos no actores con los que muchas veces acierta Loach) estaba lleno y era visitado por todos. Cuando una perra doméstica que lo había reconciliado con la vida hace un par de años sufre una violenta desgracia (¡quién dijo que el recurso sólo podía ser usado en John Wick!) Ballantine toma la decisión de refaccionar la trastienda de su bar para que la comunidad, toda ella, incluyendo a los nuevos vecinos sirios, tenga un lugar para comer unida e intercambiar historias, que es la forma como en realidad creamos una identidad colectiva.

Quien haya visto más de su cine (basta con pensar en las recientes “Yo, Daniel Blake” y “Sorry we missed you”) sabrá que Ken Loach no es un optimista. Y por eso es tan diciente que a pesar de que nos recuerde que los imbéciles siempre pueden salirse con la suya, decida guardar un último espacio en la película para la esperanza, presentada como un gesto de solidaridad y empatía, que no soluciona los problemas pero los hace más llevaderos. Tal vez haya decidido que si esta va a ser su última película, como ha dicho, había que dejar claro que sólo habrá un futuro posible para nuestra sociedad si todavía nos conmueve la muerte de los demás y nos importa su destino.

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