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Buena parte del arte de nuestro tiempo está inspirado en el dolor. Piensen en cuántas canciones conocen que recrean el dolor por el abandono del ser amado o la muerte de algún amigo. Y sin embargo, mostrar dolor es algo que no se admite como parte de la cotidianidad. Si un deportista millonario alega que tiene un dolor que le impide jugar, miles le escribirán en su Instagram que está fingiendo. Si alguien expresa que le duele alguna desgracia que ocurre en el mundo, muchos diremos que es pose. Como si pensáramos que el dolor sólo es válido cuando es el producto de una situación extraordinaria, olvidando que incluso el dolor “sicológico”, que no tiene causas físicas, al final también es un dolor real.
Jesse Eisenberg explora estas ideas en su segunda película como director, a través del viaje que realizan dos primos, David y Benji, que no se ven hace mucho a pesar de que crecieron prácticamente como hermanos. El viaje está motivado por la reciente muerte de su abuela y alguna otra cosa más que descubriremos en el camino, que los lleva a viajar desde Estados Unidos a Polonia, con el ánimo de conocer la casa en la que ella creció y a visitar junto a otros turistas tanto los sitios emblemáticos de Varsovia como Majdanek, uno de los campos de exterminio construidos en la Segunda Guerra Mundial por los nazis.
Como actor, Eisenberg ha actuado para directores tan distintos como David Fincher o M. Night Shyamalan, pero siendo ahora él quien está tras las cámaras y el autor del guion de “Un dolor real”, parece innegable que su principal influencia, al menos acá, es Woody Allen, que lo dirigió en la preciosa Café Society, de 2016. Igual que Allen, los diálogos que escribe Eisenberg son ágiles y cáusticos al mismo tiempo, como si los personajes que los pronuncian siempre fueran “demasiado” inteligentes. El estilo simple de la edición, sin efectos rebuscados ni cortes atropellados, es más que similar. Y si en el cine de Allen el uso de música popular y reconocida alimenta el talante general de la historia (jazz clásico para las comedias ligeras, ópera para tragedias como Matchpoint), aquí las distintas piezas de Chopin, que además de ser uno de los principales exponentes del Romanticismo era polaco, nos avisan de esa tristeza profunda detrás de la aparente “frescura” de Benji para asumir la existencia. Un dolor que no se quita, y que a veces es tan común en la vida moderna: cuando sentimos que ya no tenemos quién nos cuide.
Kieran Culkin logra desprenderse casi por completo de su papel de cuatro temporadas en Succession para regalarnos a un personaje que podría representar a media generación: esos treintañeros sensibles y entusiastas que no saben muy bien por qué no nos importa que el mundo esté como esté y que cargan con el peso de todo, en una actitud tan encomiable como imposible. Los admiramos, igual que David y que Eisenberg, pero preferimos, más cercanos a la actitud de Woody Allen, cargar con nuestro pesimismo mientras nos salva nuestra familia. No estamos para heroísmos ni para esperar quién sabe cuánto, un vuelo que nos lleve a un mejor destino.