Pico y Placa Medellín
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Troyano, de Alex Vella Gera. Libros del fuego. 204 páginas.
Estamos ante una novela maltesa. Empiezo por ahí porque el espacio en el que las cosas suceden es importante, y en este libro todo pasa en Malta, una isla diminuta del Mediterráneo que ha sido base naval de todos los poderes, desde los fenicios hasta los británicos imperiales. Y que también ha sido musulmana, aunque desde hace un milenio sea católica, pero los ultimo doscientos años estuvo bajo la tutela inglesa, que es protestante. Un país con lengua propia —indescifrable para nosotros— donde también se habla inglés, italiano, francés. Un crisol.
La geografía es importante, repito, y esta novela es maltesa de cabo a rabo: fue escrita en maltés, su autor es maltés, y sucede en Malta. El protagonista es Ganni Muscat, un escritor cuya obra consiste en una novela única; una promesa literaria que nunca despegó y a quien ya se le acabo el tiempo.
Ahí hay un drama. Drama que se refuerza porque Ganni, se nos muestra, es un viejo amargado, aunque no siempre fue así. En su historia hay un punto de giro tras el cual se tornó en un católico fanático y pesimista, tal vez para expiar una culpa que también es un remordimiento. Como todo converso, Ganni oculta un secreto. Y ahí hay otro drama.
Por eso Troyano en apariencia se desenvuelve en torno al quejoso y misterioso Ganni, y sí, pero sin que el lector lo anticipe en la segunda mitad surgen giros y contragiros; maromas que enredan —y desenredan— la trama en un juego de mentiras que se reflejan en otras mentiras, hasta casi lindar con la comedia.
Troyano es un libro raro, en el mejor sentido del término. Una rareza como solo nos las pueden traer las editoriales independientes. Por eso, y por el cuidadoso diseño editorial, se lleva un punto Libros del fuego.
Trozo para lectores: «Con la edad que tenía, uno podía suponer que hubiese ya visto y digerido una buena dosis de la amargura que sabe brindar la vida y que ya habría aprendido a aceparla. Al contrario, con el tiempo, cuanto más iba envejeciendo más gruñón se volvía. Se quejaba de todo: del sabor del pan maltés que ya no era lo que había sido, de la calidad siempre peor de la televisión italiana que no era como antes».
La literatura sobre Medellín de los ochenta y los noventa terminó por cansarnos. Y es que, salvo lo que pasó en no ficción, casi todas esas novelas fueron flojas —de ahí, pienso, el empalague—. Ahora bien, los niños de esos años violentos, que a su vez fueron los adolescentes en los tiempos de las novelas de sicarios y sicarias, han empezado a escribir relatos, y resultó que narran con mayor ingenio y, sobre todo, sin necesidad de truculencias.
Un bosque dormido camina sobre esa línea. El protagonista —no siempre el mismo muchacho— habita un lugar que está cambiando: las fincas con buggy, la pólvora, los mariachis... ya saben. Y en el medio está él, cándido aún, aunque ciertamente no es inmune a lo que pasa: el carro familiar, en el que cargan la tierra de un vivero, lo avergüenza. Un bosque dormido son ocho cuentos, ocho relatos salpicados de frases ingeniosas como pepitas brillantes en el lecho de una quebrada.
Trozo para lectores: «Es por la época de la primera comunión. Para mi gusto, muchos días con el ensayo de rigor en el colegio. La mala noticia se confirma: a Zapata le van a dar un viaje a San Andrés con motivo de no sé qué celebración, a lo mejor ninguna. Me acuerdo que en la reunión que tenemos en casa yo destapo los regalos y no alcanzo a armar la carpa de campaña cuando se me viene a la cabeza la escena del grandulón comiendo chicles con sabor a sandía».