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La polarización y el culto a la personalidad del líder populista ocultan la realidad, dejándonos con una política de emoción.
Por Juan David Ramírez Correa - columnasioque@gmail.com
La política puede y debe ser un acto valioso. La historia ha mostrado que un buen político es un catalizador de la energía colectiva del pueblo cuando actúa con sensatez, ponderación, comprensión del entorno y una visión de progreso para lograr cambios duraderos. Consideremos a Nelson Mandela, el padre de la nación sudafricana. Mandela luchó incesantemente contra el apartheid y promovió la igualdad y la justicia en Sudáfrica. A pesar de las vicisitudes de su vida, fue el artífice de una sociedad democrática y libre.
Solo necesitó un mandato como presidente, cinco años, para dejar la huella de liderazgo necesaria para el avance de la sociedad. Winston Churchill es otro gran ejemplo. Como primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial, fue un líder carismático y decidido frente a la gran amenaza del nazismo. Eventualmente, el liderazgo político de Churchill fue fundamental para la victoria aliada y la derrota de la ideología oscura y sangrienta del Tercer Reich.
Hay muchos ejemplos adicionales. Estos buenos ejemplos se deben, en gran medida, a la democracia, que les brindó la oportunidad de servir desde el ejercicio político. En últimas, dadas las condiciones adecuadas de tiempo, modo y lugar, en ellos prevaleció el sentido común, una herramienta inherente en los seres humanos que ayuda a contrarrestar la influencia tóxica del poder.
Sin embargo, muchos no han comprendido esto. Hablamos de esos políticos egocéntricos que hacen de sí mismos su único objetivo. Políticos que utilizan las formas de la peor manera, convirtiendo la política en un canto de sirenas.
El líder sobre la política. Esto es lo más nefasto y destructivo, lo más desagradable que puede pasar, porque abre la puerta a la política de la emoción y la retórica de la división social, con sus consecuencias.
La primero, el resurgimiento del populismo como una plaga. La segundo, que la polarización se convierta en el comportamiento social cargado de ideologías. Tercero, que la confianza pierda su valor intrínseco.
Ambas son la realidad de nuestro país. Hoy somos testigos de un populismo de izquierda que se ha convertido en amenaza significativa para la estabilidad del país, llevándonos a vivir como en las Crónicas de Narnia: una lucha entre el bien (el populista) y el mal (los oligarcas y mafiosos que controlan el país y pretenden destruirlo). “Yo contra ustedes, así me quieran matar (eso es lo que me imagino)”. La polarización y el culto a la personalidad del líder populista ocultan la realidad, dejándonos con una política de emoción.
Es urgente que emerjan verdaderos líderes políticos, auténticos y no solo “gatopardistas” (aquellos que cambian todo para que nada cambie). Líderes guiados por el sentido común, amparados en la democracia liberal para corregir el rumbo y guiar a la sociedad.
Superar nuestro estado actual no será fácil, pero es imperativo hacerlo. Solo así podremos dejar atrás el daño causado por el populismo y construir, desde la política, un futuro más justo y equilibrado para todos, sin tantas ilusiones y especulaciones como las que vivimos hoy.