Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
De los políticos queremos que nos ofrezcan reflexiones profundas de la sociedad en entrevistas y debates, pero también queremos que nos diviertan con ingeniosas ocurrencias y que el dinamismo de sus vidas privadas nos aleje del tedio de las nuestras.
Las personas suelen participar en juegos de engaño colectivo. En estos juegos, todos fingen estar de acuerdo en que el valor de algo radica en una dimensión que, en realidad, saben que no es la relevante. Esto ocurre especialmente en contextos de competencia por estatus.
Por ejemplo, muchos de quienes tienen autos deportivos dicen que han estado dispuestos a pagar mucho por ellos por su desempeño mecánico-su velocidad máxima, su capacidad de aceleración, etc.-cuando, en la práctica, casi nunca se usan en condiciones que aprovechen esas características. Para la mayoría de los dueños de estos autos, su verdadero valor, aunque no lo reconozcan, radica en su capacidad para señalar estatus.
En política ocurre algo similar, especialmente cuando valoramos a los políticos. Nos gusta pensar en ellos como solucionadores de problemas sociales, aunque lo que realmente nos ofrecen es entretenimiento. Su función se asemeja a la de los actores o cantantes, a quienes se les valora por sus habilidades performativas, pero, sobre todo, por lo que inspiran fuera del escenario. Similarmente, de los políticos queremos que nos ofrezcan reflexiones profundas de la sociedad en entrevistas y debates, pero también queremos que nos diviertan con ingeniosas ocurrencias y que el dinamismo de sus vidas privadas nos aleje del tedio de las nuestras. Buscamos en ellos atributos que podamos admirar u odiar, pero no ignorar. Los políticos que satisfacen esa necesidad de entretenimiento son los que lideran las encuestas y los que suelen ganar las elecciones.
El auge de los dispositivos móviles, que han permitido ofrecer entretenimiento a las personas en cada segundo de sus vidas, no ha hecho más que profundizar esta tendencia. La comedia y el comentario político son algunos de los géneros más populares en plataformas como YouTube y Spotify, y en redes sociales como Facebook y X, buena parte de la discusión de los usuarios es acerca de política-aunque todas estas plataformas estén diseñadas para entretener, y en los perfiles de los políticos en ellas predomine el contenido sobre su vida personal y sus actividades fuera de la gestión pública.
Reconocer esta realidad ayuda a resolver muchas de las aparentes paradojas recientes de las democracias occidentales. El éxito de los líderes populistas en América Latina, por ejemplo, responde en gran medida a esta demanda de espectáculo. Desde los interminables programas televisivos de Chávez, llenos de anécdotas y relatos, hasta los clips virales de Milei, cargados de teatralidad, pasando por los interminables e incoherentes-pero altamente entretenidos-trinos de Petro. En la región escuchamos y votamos por los políticos que, ante todo, nos entretienen.
Y claro que no es un fenómeno exclusivo de la Latinoamérica actual. Podríamos irnos más lejos y hablar de políticos con raíces en el mundo del espectáculo mismo, como Trump o Zelensky. También podríamos irnos más atrás y mencionar a figuras como Perón o Getúlio Vargas, quienes aprovecharon otra revolución tecnológica en el sector del entretenimiento-la masificación de la radio-para consolidar su influencia política.
Pero entender esta necesidad de entretenimiento que los políticos satisfacen no solo sirve para mejorar nuestro entendimiento de cómo funcionan nuestras democracias, también puede servirnos para preservar en ellas los principios republicanos.
Una de las razones por las cuales los proyectos en el centro del espectro político han sido sistemáticamente derrotados en años recientes tiene que ver con su apego a la concepción de la política como una labor técnica, enfocada en la administración de recursos y la solución de problemas públicos. Esta visión ha desatendido el rol de entretenimiento de la política y, por tanto, ha dejado buena parte de los votos en manos de aquellos que sí han sabido reconocer formas de ofrecer valor en ese frente.
Reconocer esto debería influir tanto en los líderes que el centro apoya como en la cultura política que promueve entre sus bases. Por un lado, deben empezar a priorizar figuras más carismáticas y conscientes de su rol como entretenedores. Por el otro, deben abandonar las narrativas que ponen la asepsia tecnocrática por encima de la emocionalidad y la intuición popular. Mientras no abandonen esa postura, las alternativas originadas en este sector seguirán siendo percibidas como desconectadas de las lógicas y deseos de las mayorías y seguirán cediendo el control de nuestras sociedades al populismo y al extremismo.