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Falleció Jimmy Carter, presidente de Estados Unidos en la segunda mitad de los años 70, una época en la que la economía de su país enfrentó algunos de sus desafíos más complejos en el siglo XX: la combinación de un aumento vertiginoso en los precios de los combustibles, un bajo crecimiento económico y una inflación persistente marcaron su mandato.
Carter murió a los 100 años, convirtiéndose en el expresidente más longevo en la historia de su país, un récord que se suma al reconocimiento de haber sido uno de los mejores expresidentes de su tiempo. A través del Centro Carter, se dedicó incansablemente a la promoción de la paz y la democracia, mediando en conflictos y supervisando elecciones en todo el mundo —incluyendo su participación en una de las pocas misiones internacionales permitidas durante el fraude de Maduro en Venezuela, el cual el Centro Carter denunció con firmeza—.
Sin embargo, la historia no ha sido especialmente generosa con su legado como presidente.
Según el promedio de 25 encuestas a historiadores recopiladas en Wikipedia —sí, Wikipedia como fuente—, Lincoln ocupa un lugar indiscutible como el mejor presidente de Estados Unidos, seguido de cerca por Franklin D. Roosevelt y George Washington. El Top 5 lo completan habitualmente Jefferson y Teddy Roosevelt. En el extremo opuesto, figuras como Harding, Buchanan y Andrew Johnson son casi universalmente considerados los peores.
Jimmy Carter, a pesar de su destacado papel como expresidente, ocupa la parte media-baja del promedio de los rankings: el puesto 26 entre los 45 mandatarios que han habitado la Casa Blanca. La historia no le ha perdonado, y probablemente no le perdonará, un mandato marcado por una economía en crisis y una política exterior convulsa.
Me entero de la muerte de Jimmy Carter, casualmente, mientras tengo a la mano El Sha, una crónica de Ryszard Kapuściński sobre las causas de la Revolución iraní, quizás el evento más decisivo en el legado del expresidente. Su manejo de la crisis de los rehenes y el caos energético que acompañaron el cambio de régimen en Irán definieron cómo lo recuerdan muchos estadounidenses: un periodo en el que su país parecía humillado en el escenario global, con su presidente frecuentemente caricaturizado como un ingenuo y débil campesino sureño.
También curiosamente, leo sobre la muerte de Carter mientras estoy sentado en el Casco Antiguo de Ciudad de Panamá, un país que representa otra cara de lo que significó su política exterior: los Tratados Torrijos-Carter, que no por casualidad llevan su nombre, le devolvieron el control del canal al país centroamericano a finales del siglo XX. Este hito, junto con los Acuerdos de Camp David - que lograron la paz entre Egipto e Israel - y los Acuerdos SALT II - destinados a limitar el arsenal de misiles intercontinentales de Estados Unidos y la Unión Soviética - buscaban desescalar los conflictos y tensiones a nivel global; sin embargo, en su momento, fueron etiquetados por sus críticos como “regalos” y ejemplos de su falta de coraje.
Veinticinco años después, el Canal de Panamá, aunque enfrenta desafíos significativos debido a las coyunturas climáticas, ha sido ampliado y es gestionado con éxito por panameños, un testimonio de la visión que Carter sostuvo a pesar de las críticas: que la política exterior de su país no debía basarse únicamente en la realpolitik, sino que requería un equilibrio moral para lograr prevenir conflictos y fomentar una paz duradera.
Ahora que Trump estrena lo que aparenta ser una política exterior bully, lanzando amenazas sobre recuperar el Canal de Panamá, los panameños echarán de menos el legado de una diplomacia a la Carter. Probablemente, no serán los únicos...
