Ver morir a un perro, sucumbir al invierno argentino, estar a punto de ser herido por un loco con un cuchillo o desvanecerme después de recorrer más de cien kilómetros diarios para llegar a tiempo a un foro, fueron algunos de los recuerdos que me quedaron luego de aterrizar en el aeropuerto internacional de Ezeiza, en Buenos Aires, Argentina.
Soy formador deportivo y la bicicleta apareció en mi vida hace siete años. La usé para transportarme en Medellín. Comencé a pasear en ella, fui al Eje Cafetero, a pueblos en Antioquia y a la Costa Atlántica. En la web leí sobre un campeonato de ultimate y pensé: “Me llevaré la bicicleta y me doy una rodadita de dos o tres meses. Haré la ruta de Los Libertadores... ¡Amá, me voy a Argentina y me llevaré la bicicleta!”.
Un comienzo fácil
Pagué cincuenta dólares por una caja extra de equipaje. Empaqué la ropa del torneo y para pedalear, una carpa y una bolsa de dormir y claro, la bici. Llegué el 14 de noviembre de 2017, el oficial de migración selló mi pasaporte y dijo: “Bienvenido a Argentina señor Diader José Tejada”. Reclamé maletas y rápido armé la bicicleta. Lo primero fue irme a Cañuelas, a unos setenta kilómetros de la capital, donde se llevaría a cabo el torneo de ultimate.
En Medellín suelo hospedar turistas que viajan en bicicleta o de “aventón”, los recibo y ofrecen recibirme en sus países. Ellos me entusiasmaron en el ciclo turismo. En Buenos Aires los busqué y tuve hospedaje. Cuando terminó el torneo rodé por la capital porteña durante tres semanas y luego, el 16 de diciembre, decidí irme a Vedia, a trescientos doce kilómetros, de ahí visité Pergamino y Rosario, a donde llegué el 26 de diciembre.
Fueron seiscientos kilómetros en dos semanas. Mi piel estaba más negra, sin embargo, seguía con la idea de la ruta de Los Libertadores y para eso debía llegar hasta Mendoza.
Días de 170 kilómetros
Nicolás Bonamido me recibió en Rosario, y me dijo: “Quiero ir contigo hasta Mendoza y viajar por primera vez con mi perro”. Bonamido tiene un salchicha, uno que nadie quería cerca porque odia a la gente, es muy agresivo. Nico lo adoptó y lo reeducó. Se llama Teo y siempre van juntos. El hombre adaptó un canasto y lo metió en el “Teo móvil”. Fueron ochocientos kilómetros desde Rosario hasta Mendoza con el salchicha a bordo. Para ese entonces, mi cabello pasaba de mis hombros y mi barba parecía la de un viejo monje oriental.
Ricardo Villavicencio, el primer “biciturista” que conocí en Medellín, nos recibió en Mendoza. Armamos un grupo con dos mendocinos y tres chilenos; éramos ocho con Teo para ir a Chile. Antes de salir estuvimos en unas termas, donde agarré una otitis que me curaron en el hospital de Mendoza sin que me cobraran un solo peso.
Ricardo quería celebrar su cumpleaños en lo más alto de los Andes. Luego de tres días de subir, sus amigos nos alcanzaron en auto con mucha carne. Hicimos asado y comimos verduras que nos regalaron en las plazas de mercado, tomamos algo de vino, no mucho. Al otro día alcanzaríamos el cerro de Los Penitentes.
Tuve un día de ocho pinchazos, nadie quería seguir conmigo por mi mala suerte. El grupo de ciclistas se disgregó en Chile, unos se fueron a sus casas y el resto a Santiago. De allí, Nicolás se regresó con Teo y sus amigos para Rosario, él quería ir a Uruguay y a Brasil.
Supe que había un Foro Mundial de la Bicicleta y pensé: “Me puedo extender un mes más”. Quería seguir toda la costa del Pacífico, desde Rañaca, pero la gente me dijo que no cruzara el desierto en bici porque es muy solitario y peligroso, por el calor y la sed puedes decaer o enfermar.
Subí ciento cincuenta kilómetros en bus hasta un hostal en Arica donde laboré dos semanas y gané algo de dinero, conocí termales y volcanes. Rodé a Perú para terminar en el foro. Me distraje demasiado, fui a Puno y me dediqué a pasear.
En Arequipa hice cuentas, estaba a mil kilómetros de Lima, si quería llegar a tiempo al foro tenía solo siete días. Tuve jornadas de hasta ciento setenta kilómetros, lavaba la ropa y la colgaba de la bicicleta para que se secara y así no perder tiempo. Casi me muero, terminé destrozado. El último día lo hice sentado de lado, no quería saber nada del sillín. Para esa época la cicla estaba muy acabada.
Muere el mejor amigo
En el foro me encontré muchos “bicituristas”, cientos viajan con perros. Entre ellos Sebastián, que traía a “Polo” desde Colombia. Era un criollo hermoso y noble. Un día Polo trotaba al lado de Sebastián; el can vio a otro perro y lo persiguió media cuadra. Por un momento, Polo no supo si continuar o devolverse y, mientras lo dudaba, un carro le dio un golpe seco. Murió al instante.
Ahí yo tenía tres meses de viaje y había perdido una muela por masticar maíz, me sentía cansado, pero muchos alardeaban de seis meses o más de viaje, me sentí avergonzado por mi debilidad. Pensé: ”Me voy al Salar de Ulluni”. Invité a Sebastián para que pasara la pena de Polo.
El primero de marzo regresamos a Bolivia. Bajamos hasta Nazca, subimos a Cuzco, luego al altiplano cerca del lago Titicaca y llegamos a Ulluni. Ya eran cinco meses y estaba cerca al norte de Argentina.
En el Salar, mientras asábamos dos peces regalados por los pescadores, le vendí mi cámara fotográfica a un cocinero y una tatuadora venezolanos; estaban asombrados con la calidad de las fotos y yo, corto de dinero.
Me prometieron hacer un giro cuando tuvieran efectivo y se las entregué. Agarrado a mi bicicleta los vi a través de mis lentes oscuros, desaparecieron sobre una fina manta de sal gruesa y dura. Yo seguí mi viaje.
El asesino de la renta
En una noche en Humahuaca, al Norte de Argentina, un hombre con rasgos indígenas, grueso, moreno, bajo y fuerte, nos vio en el parque y nos invitó a ir con él a su casa. Dijo: “Les cobro más barato que los hoteles”. Nos hospedó en un cuarto trasero al lado de un patio. Al otro día, desde la cinco de la mañana, gritaba que le debíamos el doble del precio y que si no le pagábamos nos iba a matar. Tenía un cuchillo grande y bruñido, nos apuntaba, nos cacheteaba con palmadas suaves que sabían a provocación, nos tiraba las barbas. Todos guardamos la calma. La luz mañanera se filtraba por el techo, el brillo del metal nos enceguecía. Sebastián, una venezolana, un rolo, una chica vasca y yo, soportamos el maltrato. Le recordábamos lo pactado pero él insistía en el aumento. En un descuido el rolo usó una bici como escalera, saltó una tapia y volvió con la policía. “Ustedes dieron con el único loco del pueblo”, dijo un agente.
Luego del incidente pensé irme a Usualla, al fin del mundo. Serían solo cinco mil kilómetros. Pero no sopesé que yo bajaba y el invierno subía; ese encuentro no fue muy divertido. Temperaturas de cinco grados y yo sin ropa de invierno, me iba a morir. Sebastián ya no estaba, me acompañaba la chica vasca, que apuntaba en un librito todo lo que consumía. Decidimos irnos a Rosario y luego a El Chaco, atravesamos Paraguay y llegamos a las cascadas del Iguazú.
En una tarde húmeda que cocinábamos en la vera, dos amigos aparecieron, eran Nicolás y Teo. Seguimos juntos por el Paraná hasta Sao Paulo, vimos el Litoral de Santos y bordeamos el Atlántico de Brasil, hasta Río de Janeiro. Allí, sin dinero, recibí un correo de los venezolanos; era mi giro, justo a tiempo para comprar el boleto de regreso a Colombia.