Cómo pasa de rápido el tiempo. Ayer era enero y en un mes largo veremos la ciudad llena de adornos, ¡ay!, y yo que soy grinch. La navidad antes empezaba el 8 de diciembre y terminaba el 6 de enero. El espíritu navideño se alargó de manos del comercio y en pocos días oiremos el jingle de “año nuevo y navidad...” que nos ataca de nostalgia a los que hemos vivido más que lo que nos falta.
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En mi casa empezaba cuando mi papá traía una rama de pino que hacía las veces de árbol para el pesebre. El 16 arrancaba la novena. No veía la hora que me tocara leerla y me la sé casi de memoria, pero me acuerdo más de los cuidos de mi mamá para la panza. Muchas familias amenizaban la novena con Rodolfo, guaro, ron y cerveza, chicharrón, chorizo, morcilla y arepa, que delicia. A la hora del “ven, ven, ven” ya había varios entonados y los cocacolos tenoriaban las primas bailando chucuchucu amacizados (pocos entienden, jaja).
Siempre había tías atacadas por la nostalgia que cantaban “las acacias” y todas las canciones familiares que hacían llorar a más de uno. Descubrí chiquito que uno llora de dolor, tristeza, nostalgia, emoción y los cocineros de cebolla y que en diciembre hay unas canciones para bailar y otras para llorar. Hoy lloro de desconsuelo cuando oigo al conejo malo, que horror, deben ser las canas y la barriga venerable.
Desde chiquito amo los buñuelos, bien calientes con bastante quesito. Los findes cuando me voy de pesquería los saco del aceite directo a la boca. De tanto fritar ya no me quemo. Los únicos ricos fríos son los santuarianos. La natilla con coco y astillas de canela me gusta mucho y no distingo bien las de caja. Me imagino que la de Carmelina era de caja. También tomo café instantáneo y me gustan las hamburguesas de Mc Donalds, porque como decía mi abuela, no hay que ponerle tantas condiciones a la felicidad y a la vida.
Los diciembres son temporadas propias para la barriga por los platos que son raros el resto del año como la ensalada rusa, que de rusa no tiene un pelo, el coctel de frutas en gelatina y el pernil con la espantosa salsa de ciruelas, pero además abusamos felices de la parva, las tortas como la María Luisa, las brevas con arequipe, el manjar blanco y los dulces de frutas. En enero las dietistas hacen su agosto.
Esperaba con ansias el 8 de diciembre que mi papá nos llevaba a recorrer la ciudad para ver los alumbrados, que eran de bombillos de colores, nada que ver con los leds de hoy. El paseo terminaba casi siempre en el parque de Envigado que era un pueblo cercano. La avenida del poblado era una carreterita con fincas en donde vivían los ricos de Medellín que rodeaban sus casas con velitas. No sé si estoy muy viejo, o eso fue hace poquito, pero entre Rodolfo y la bichota me quedo con las 200 copas.
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El 24 llegaba con los aguinaldos y la fiesta de los niños desempacando patines con ruedas de hierro, pelotas, caballitos de palo, carritos y demás juguetes que sacaban la mano antes del fin del año. Conocí la ira muy chiquito cuando me salieron del árbol medias y pantaloncillos. Jugábamos chucha, policías y ladrones, la bola al paso, escondidijos o la vuelta a Colombia con tapitas rellenas de parafina y la foto de Cochise. Ni siquiera nos imaginábamos el celular, por eso fuimos tan felices. Me hacen falta mis papás, pero no añoro el pasado. Soy feliz saliendo a comer con Miguel a un restaurante de algún amigo que no me cobra descorche por el whisky y no ponen a Rodolfo o las acacias.
El 31 por la noche pasaban procesiones de vecinos cargando un muñeco camino a la hoguera, mientras las plañideras de camándula recogían plata para más guaro. A las 12 nos dábamos el feliz año, mientras las tías seguían llorando y se servía la cena de fin de año. El primero la ciudad estaba tan muerta como el muñeco de la caravana fúnebre bailable, quemado con su relleno de papeletas. La pólvora anunciaba el año nuevo con el cielo iluminado por voladores.
La navidad terminaba un sábado de enero cuando nos despertaban los chillidos aterradores del marrano que veía llegar al matarife, era una especie de asesino en serie que recorría la ciudad con un cuchillo chiquito y delgado envuelto en un periódico. Un ritual digno de Netflix. Lo cogía de las patas y clavaba su cuchillo en todo el corazón, mientras las tías lloronas se peleaban por la colita enresortada o un pedazo de oreja, mientras los tíos borrachos, prendían el helecho con que se chamuscaba la piel del muerto que se abría por la mitad entre baños de sangre. Se recogían los órganos en una ponchera y la sangre en un balde que había servido para trapear todo el año. Al lado del occiso siempre había un par de pailas inmensas con aceite en donde se iban echando los trozos de carne para fritar, rodeadas por invitados que tenían en una mano la arepa lista y en la otra una bacinilla diminuta para el guaro. No me imagino los comentarios en las redes de los animalistas ante semejante masacre que no era otra cosa que un ritual de la familia para despedir el año viejo, heredado de nuestros ancestros ibéricos.
A la misma hora de la marranada, hoy la navidad se pasa en una fila de camionetas grises y blancas en un taco monumental para entrar al Tesoro a mirar vitrinas y comprarles aguinaldos sin sorpresa a los hijos, más preocupados por el Tiktok y los grupos de WhatsApp, aburridos esperando llegar a la casa a seguir con el Tiktok y los grupos de WhatsApp. Otra cosa pasa en los barrios altos de las comunas en donde se sigue oyendo a Rodolfo y se preparan sancocho de olla y natilla para los vecinos mientras los niños destapan felices los traídos, aunque sean medias y pantaloncillos.
Por fortuna, aún muchas familias se acuerdan de la esquiva unión familiar y se reúnen alrededor de la mesa a celebrar la vida y la oportunidad de estar juntos. Para ellos son las recetas de hoy, porque en pocos días empezaremos a ver las luces leds en los balcones y los pasillos de los almacenes inundados de santas que desplazaron al niño dios.
Salsas de frutas para el pernil
Detesto la salsa de ciruelas tan maluca que la enciman con las compras de navidad. Entiendo perfectamente porqué nadie jamás pagaría por eso. No me gusta, no sólo por su sabor insulso, sino por la insensatez de promover una fruta que no es de aquí, un país en donde hay cientos de frutas más ricas. Si la gente lee las letras menudas, las que regalan hoy ni siquiera tienen ciruelas y casi todas son de sabores químicos. Hacer una salsa de frutas es una de las cosas más fáciles del mundo.
Salsa agridulce: pone 1 taza de panela rallada, 1 de agua, 1 de pulpa de frutas y 1 de salsa soya a cocinar hasta que se forme un almíbar. Le sugiero una soya que no sea muy salada, o ponerle menos cantidad. Le puede agregar un poco de ají picante, pimentón picado o anillos de la parte verde de una cebolla de rama. Como todo, debe ir probando y ajustando los sabores de acuerdo con su gusto.
Confitura: una manera muy fácil es partiendo de una mermelada. Escoja la que más le gusta, a una taza le agrega 1 de agua y bastante mantequilla y cocina un rato a fuego lento, probando. Según el plato en que la va a usar le puede poner cilantro o perejil liso picado, ajo, sal y pimienta.
Salsa de yogurt y manzana: 2 tazas de yogurt sin sabor, 1 taza de manzana verde rallada, ¼ de taza de jugo de limón, 2 cucharadas de azúcar.
Salsa de uchuvas: esta fruta tan común aquí y tan exótica en otros países tiene un nombre hermoso en la cocina universal: Agua y manto. Para esta salsa como de abuelita ponga a cocinar 2 tazas de uchuvas, 1 taza de agua, 1 taza de azúcar, ½ taza de ají dulce picado con un tris de sal. Cocine en medio por un rato y termínela tan espesa o ligera como prefiera.
Salsa de canela y manzana: troce un par de manzanas en daditos chiquitos, póngalos a saltear a fuego medio con azúcar y canela en polvo en bastante mantequilla. Apenas la manzana ablande, está lista. Perfecta para alguna preparación de cerdo preferiblemente asado o para remplazar el oprobio de ciruelas