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La guerra que tiene lugar en Buriticá, como pudimos leer en este diario el domingo, muestra la gravedad a la que hemos llegado en cuanto al control que ejercen los grupos ilegales.
En Colombia tendemos a creer que lo hemos visto todo en materia de guerra y de violencia, pero lamentablemente no es así. La insólita guerra que está teniendo lugar en Buriticá, como pudimos leer en el preocupante reportaje publicado este domingo en EL COLOMBIANO, muestra el nivel de gravedad al que hemos llegado en cuanto al control que están ejerciendo los grupos ilegales en ciertas zonas del territorio.
A escasas dos horas de Medellín se está dando una guerra por el oro en túneles bajo tierra. De un lado está la firma china Zijin, que desde 2020 explota a gran escala la mina con permiso del gobierno colombiano; y del otro lado una combinación de mineros ilegales, jóvenes rebuscadores y Clan del Golfo, que ataca a los operarios legales para quedarse con los 90 kilómetros de túneles construidos para la explotación de la mina. Y en efecto, los ilegales parecen estar ganando el pulso: a punta de explosivos y disparos ya se han tomado el 60% de la mina.
El asunto es grave por donde se mire. Los ilegales se están reproduciendo como conejos. Solo en la ocupación de los túneles se calcula que han aumentado de 400 a 700. Y a mediados del año pasado aterrizaron cerca de 5.000 personas viendo a ver cómo sacan provecho de esta pandemia de oro.
La situación no parece tener manejo ni solución. Las autoridades calculan que hay unos 380 socavones hechizos, que los excavan desde la sala o habitación de una casa cualquiera, para penetrar la tierra hasta dar con los túneles de la minera china. Con explosivos rústicos abren troneras en el techo de los túneles de los chinos que son más amplios y una vez adentro les disparan a los operarios para poner tomar el control de un tramo y aprovechar y explotar el oro.
La operación de los ilegales se traduce en uso de mercurio altamente contaminante (7 toneladas al año), en detonaciones para romper la montaña (han hecho 53.000 en lo que va corrido del 2024), explosiones de artefactos hechizos (485) y en disparos (800).
A los mineros de la firma china les toca construir barricadas con costales a manera de trincheras para evitar que los ataquen o que una bala perdida los mate. En cualquier momento se arma un tiroteo. Los periodistas se tienen que poner chalecos antibalas y nadie les garantiza que puedan salir con vida. Las balas rebotan en los muros de piedra: la semana pasada una de ellas se le incrustó en la mandíbula a un minero legal, y hace dos semanas sacaron sin vida a otros dos de los ilegales. En los últimos años han resultado 30 muertos de lado y lado (12 de los chinos por ataques, y 18 de los ilegales por inhalación de gases, derrumbes o electrocutados) y cerca de 200 heridos.
Por momentos parecemos estar viviendo en el lejano oeste que los gringos inmortalizaron en sus películas, cuando la fiebre del oro dio lugar a todo tipo de duelos a muerte. Curiosamente ahora también está ocurriendo en otro oeste, en el oeste antioqueño: fiebre del oro, ilegales con pistolas al cinto que disparan sin dios ni ley. Con la diferencia de que si entonces ocurría a días de distancia a caballo de la ‘civilización’ ahora sucede en las narices del Estado.
Lo más trágico es que este es apenas uno de los territorios donde las autoridades colombianas han perdido el control. Y no parece, de parte del gobierno nacional, existir ningún interés por recuperarlo. Los militares, a su vez, no están teniendo ningún tipo de instrucción para actuar, ni menos incentivo alguno para exponer su vida sin tener respaldo del Gobierno.
En un pueblo del Bagre, Puerto López, un grupo criminal ordena a la población hacer paro y otra banda les dice lo contrario. La gente no sabe qué hacer. En el nordeste ya van dos años en una guerra por el territorio entre al menos cuatro bandas criminales, algo parecido ocurre en el oriente lejano que ahora podría estarse moviendo para el oriente cercano, donde la semana pasada se registró una masacre de 7 personas, algo que no ocurría hace más de cuatro años en todo el departamento, y hay sitios en los cuales las fuerzas militares le han dicho a las autoridades que no pueden aterrizar en helicóptero.
Y en Buriticá, en la medida en que las autoridades ejercen poco o ningún control –escasos tres policías en el pueblo– el negocio se vuelve más atractivo.
El problema es que estamos hablando de un suculento botín: la montaña de Buriticá tiene reservas de más de 3,8 millones de onzas de oro: podrían estar enterrados allí 38 billones de pesos. Estiman que los ilegales saquearon el año pasado oro por valor de $850.000 millones en el mercado. Con toda razón el reportaje advierte que la montaña de Buriticá hoy parece un queso gruyere y que en cualquier momento, en la medida en que los socavones se abren sin ninguna consideración técnica, puede colapsar o hundirse. Estamos ad portas de lo que puede ser una tragedia de enormes dimensiones que afectaría no solo a los mineros, sino a toda la vereda y dejaría incomunicado al pueblo.
Más allá de la tragedia que puede representar un derrumbe de la montaña ¿Cuánta ilegalidad se reproduce con ese casi billón de pesos al año?