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Tirano melancólico, novela de Simón Ospina Vélez
Crítico

Luis Miguel Rivas

Publicado

Tirano melancólico, novela de Simón Ospina Vélez

Luis Miguel Rivas

Escritor

El Tyrannus Melancholicus, bichofué o sirirí es un pequeño pájaro conocido por su carácter incisivo, que picotea a sus víctimas con la insistencia desesperante de un dedo punzando el hombro. Como un padre en la mente de un hijo. Podríamos decir que esta es una novela sobre el padre, con el peligro de reducir todo su universo a una temática que en realidad es apenas el punto de partida. Incluso la enumeración de los asuntos que refiere (la imposibilidad del amor, la tauromaquia como metáfora de la vida, el poder y la herida de la familia y la tradición, el deseo como desesperada reivindicación de la existencia, el arte como sucedáneo de la comunicación imposible) no alcanzaría para dar cuenta de ella porque no se trata de una novela fundada en la trama (que la tiene y muy intensa) sino de una obra de atmósfera, cuya fuerza y particularidad radica en la sutileza espiritual que orbita alrededor, antes, sobre y debajo de las cosas que pasan.

Narrada doblemente en primera persona por la voz del padre y del hijo podríamos decir (otra vez reduciéndola) que cuenta la historia de Ariel, un joven torero que trajina entre Colombia y España buscando ejercer su arte y tratando de sobrellevar un matrimonio, sin llevar a buen término ninguno de los dos propósitos. Pero en realidad es la historia de un mundo que termina y otro que comienza, con su componente de tragedia y desgarradura. La muerte, como en el toreo, está siempre presente, al acecho, y los protagonistas como los toreros, no la buscan si no que la encuentran.

El tono casi objetivo con el que se da cuenta de esa crueldad de la vida (una especie de distanciamiento, no cínico sino simplemente carente de énfasis), por momentos nos recuerda a El extranjero de Camus; pero ya quisieran los personajes de esta novela tener la frialdad existencial del señor Meursault, que por lo menos cuenta con el privilegio del desencanto. Por el contrario, es una pasión desordenada, un anhelo tan grande que se toca con el sinsentido, lo que lleva a estos seres por el desbarrancadero, como ese gallo de pelea que en uno de los capítulos pierde las espuelas por sobrecarga de enjundia y queda sometido a un contrincante menos potente pero todavía armado.

Esa renuncia del narrador al drama en medio de lo más dramático tal vez tenga que ver con otro tema central de la novela: la imposibilidad de comunicar lo realmente importante. No por falta de lenguaje o conocimiento sino por exceso de los mismos. El narrador sabe que es imposible decir (“no se consigue nunca hablar de lo que se ama. Esto es, del origen, la patria, el lugar del padre”, dice un personaje en algún momento), y que el escándalo anímico enturbia la posibilidad de acceder a ese silencio que está en la base de la desgarradura.

Los personajes parecen intentar referir cosas que no alcanzan, y balbucean a través de la erudición y la elocuencia. En medio de las circunstancias más apremiantes, que a cualquiera convocarían a la catarsis estruendosa, estos seres se enfrascan en discusiones cultas y llevan los temas a niveles de sofisticación teórica que a veces rayan con el absurdo. Entonces surge un elemento sorpresivo: el humor. Un humor de bajo volumen, amargo, que no tiene nada que ver con el chiste ni la comedia, y que no alcanza a ser negro porque no pretende la jocosidad; más bien un intento angustioso de develar el absurdo. Como una escena hilarante de La conjura de los necios escrita en el tono de Gombrowicz. Tal delicadeza no se pierde ni siquiera cuando aparece el humor directo en la voz de alguno de los personajes: “Pasada la ceremonia llegó el momento de la confraternidad, de los saludos de la paz. No podemos negarnos al vecino, a su apretón de manos, en cuyo cuenco hace poco ha acabado de toser”, dice el padre describiendo un momento de la ceremonia de matrimonio.

Esa elegancia, esa contención (“...temple y sentido de las distancias”, pregona el padre al comienzo de la historia) es también el propósito de un grupo de personajes que, como una especie de “puesta en abismo” del tono de la novela, pretenden filmar una película sobre la vida (trágica) de uno de ellos. La premisa para la escritura del guion es “sutileza dramática”. Al final de la novela no la han realizado y no sabemos qué pasó con el proyecto. Pero la novela en donde está consignado el propósito de los cineastas creo que logró ese efecto contundente y profundo que tiene lo sutil. Mientras uno pasa por sus páginas sabe de la muerte, la pérdida, la incomunicación, en palabras y sin demasiado énfasis. Pero solo después de haber leído, como dicen que le ocurre a quien recibe un balazo, siente el impacto en toda su dimensión.

***

Esta novela se presenta este viernes a las 8:00 p.m. en el Salón Humboldt del Jardín Botánico, como parte de la programación de Fiesta del Libro.

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