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Gustavo Arango (profesor de literatura)
En “Tiempo y narrativa”, el filósofo francés Paul Ricoeur desarrolla la idea de tres tiempos distintos: el tiempo personal, el tiempo histórico y el tiempo cósmico. El primero, el que más nos concierne, está hecho de minutos y semanas, de meses y de años, no muchos, a lo sumo de un siglo. El tiempo cósmico está hecho de millones de años frente a los que nuestro pobrecito tiempo personal es solo un parpadeo, una nadita de nada que se enciende y se apaga, que es como si no hubiera existido. En medio de los dos, en un intento de entender y dar sentido a nuestra fugacidad, hemos creado el tiempo histórico: el de siglos y milenios, no muchos, también fugaces frente a la inmensidad del universo.
En Hombre en ruinas (Sílaba, 2018) Pablo Montoya se vale de la poesía para invitarnos a personalizar la historia, y a asomarnos desde los confines de la historia hacia la inmensidad del tiempo cósmico. El título engaña, es ambiguo, desconcierta. Nos hace ver primero la metáfora de un hombre desgastado, que se desmorona, para después revelarnos la poesía de lo simple: la de un hombre que visita ruinas, que llega a ellas para ver y para verse, para sentir los ecos del pasado, para mirar el abismo que nos mira.
El libro nació de un recorrido por entre las ruinas de Roma. Allí se empezó a gestar un poema en prosa al que luego se sumaron otros textos inspirados por el Castillo de San Vigilio (en Bérgamo) y por ruinas de España (el acueducto de Segovia), Francia (la catedral de Amiens, Carcasona), Alemania (Fráncfort del Meno), Egipto (las pirámides), México (el templo mayor de Tenochtitlán) y diversos cementerios. También hay ruinas remotas de antes de todo vestigio humano: en Bahía Solano, el poeta evoca la vida milenaria en las conchas de almejas y otea “la expiración líquida de la ballena”, como la revelación y la persistencia del poema. Junto a los vestigios de lo que fue, se afirma y brilla la fragilidad del ser amado. Los textos vienen acompañados por pinturas de Fabio Rodríguez Amaya: escenas transitorias, con sangre que estalla, se obstina y se marcha.
El hombre entre las ruinas se aferra a su leve condición de estar vivo para entrar en la batalla contra su fugacidad, para emprender una ardiente afirmación de la vida y del instante: “Pero estoy vivo. Mi sangre corre por las venas como antes, en los conductos elevados y ahora rotos, fluía el agua hacia las moradas. Aunque sé que esta seguridad es una vana gloria. Igual a la que sostiene el vuelo de la falena. Parecida a la que nutre el trigal de malva. Pero es mi verdad y mi escudo y mi arma para enfrentar la ruina”.
Piensa que “estamos hechos de una brevedad inextinguible”. Siente que los pequeños lunares del ser amado “brillan con el poder de las estrellas más antiguas”. Evoca en cavernas los acogedores recovecos. Presta su cuerpo palpitante al alma que regresa a sus lugares, a sus búsquedas y sus perplejidades. Como un Quevedo contemporáneo, Juan Pablo Montoya mira los muros (“ya desmoronados”) de esa patria suya que es el mundo, llega a los bordes del abismo de la historia y se arroja para ver y conducirnos a la leve inmensidad de lo que somos.