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Se ha usado siempre para hablar de esas tomas que nos permiten en las películas mirar a los personajes desde las alturas, ubicándose justo sobre sus cabezas, y que ahora son tan fáciles de hacer gracias a los drones, la figura lingüística de “el ojo de Dios”, porque en ese ángulo y desde esa altura, ¿la mirada de quién sino de Dios está traduciendo la cámara? En “Los dos Papas” —que se puede ver por Netflix desde esta semana y que es la última película del realizador brasilero Fernando Meirelles, quien se dio a conocer al mundo por codirigir junto con Kátia Lund aquella obra maestra que es “Ciudad de Dios”—, hay una toma así. El Papa Benedicto XVI y el cardenal Jorge Bergoglio se adentran en un jardín con forma de laberinto, en lo más álgido de la discusión que los ha juntado aquella mañana en el Palacio de Castel Gandolfo, cuando el Papa le ha dicho ya que no está de acuerdo con nada de lo que dice el visitante y le ha reprochado el que tenga una respuesta para todo y que quiera pasar a buen retiro. Quién se queda en el laberinto y quién sale es la respuesta secreta de esa escena, puesta para ojos atentos, como muchas de las expresiones y palabras que usan los magníficos diálogos escritos por Anthony McCarten.
Sabemos, por supuesto, desde la distancia que nos permite el hecho de conocer el futuro de los personajes, que estamos en realidad ante una discusión de pares que aún no saben que lo serán, lo que le suma trascendencia a la conversación y una especie de suspenso que inyecta energía inusitada a la charla de estos dos viejos zorros de la dialéctica. La mejor parte de la película será entonces este duelo de ideas que sostienen ambos, y que se da en distintos escenarios y momentos, que es a veces discusión teológica o moral, otras una crítica y defensa de ciertos postulados de la Iglesia Católica y casi siempre una brillante y apasionada lucha de argumentos, no exenta de humor, que se dictan desde orillas opuestas del pensamiento.
Que uno como espectador se emocione tanto con un simple intercambio de frases se consigue gracias al trabajo magistral de dos intérpretes talentosísimos, que están a la altura de los personajes que encarnan. Tanto Jonathan Pryce siendo Bergoglio, como Anthony Hopkins interpretando a Benedicto XVI, dictan cátedra de cómo lograr que un gesto o una expresión delaten los pensamientos íntimos de un hombre. Alguien tendría que haberle pedido a Meirelles que confiara del todo en sus actores y obviara la necesidad de unos flashbacks explicativos sobre la juventud del cardenal argentino, que aunque blindan al futuro Papa Francisco contra las críticas, le restan potencia a la película, pues vuelven obvias unas ideas que habrían dado más leña al fuego de una conversación que crece en intensidad y en hondura con el paso de los minutos, y que jamás agota a sus interlocutores.
Al final los dos Papas comparten un sofá. La cámara no los mira ya desde arriba, porque sus acciones las juzgará la Historia, escrita por otros hombres tan humanos como ellos.
