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El daño que hace la comunicación fanfarrona del gobierno

Pero además de ser perjudicial para el gobierno, este estilo de comunicación es nocivo para el país, para su democracia.

15 de agosto de 2023
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  • El daño que hace la comunicación fanfarrona del gobierno

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

Desde que los primeros estados surgieron, las personas liderándolos han procurado exagerar su grandeza. En la antigüedad, esto solía estar acompañado de la construcción de una narrativa en la que el líder era descrito como designado por los dioses, querido por sus súbditos, y temido por sus enemigos. Esto lo ilustra bien la siguiente inscripción realizada durante el reino de Sargón II, uno de los gobernantes insignia de lo que hoy llamamos el imperio neoasirio:

“Sargón, prefecto de Enlil, sacerdote de Ashur, elegido de Anu y Enlil, el poderoso rey, rey del universo, rey de Asiria, rey de los cuatro rincones del mundo, favorito de los grandes dioses, gobernante legítimo, a quien Ashur y Marduk han llamado y cuyo nombre han hecho alcanzar la más alta renombre; valiente héroe, revestido de terror, que envía su arma para abatir al enemigo; valiente guerrero, desde el día de su ascenso al gobierno, no ha habido príncipe igual a él, que ha estado sin conquistador ni rival; quien ha sometido a su dominio todas las tierras desde donde sale el sol hasta donde se pone, y ha asumido el gobierno de los súbditos de Enlil...”

Este estilo fanfarrón de comunicación estatal empezó a cambiar con la expansión de las democracias liberales en la modernidad. Los gobernantes, como representantes de los ciudadanos, empezaron a hablar de su labor como la de empleados de ellos, más que como designados de los dioses. Además, aunque nunca desaparecieron por completo, las exageraciones y la apropiación de méritos ajenos se moderaron profundamente—gracias, en parte, a la reducción en los costos en el acceso a la información.

Lastimosamente, el gobierno actual de Colombia ha procurado generar una comunicación más cercana a la de Asiria antigua que a la de cualquier democracia moderna. Los funcionarios del gobierno hablan recurrentemente del presidente como un enviado divino, que el pueblo idolatra, y que destroza diariamente a sus enemigos con solo mover sus meñiques. El presidente mismo describe sus logros como eventos nunca vistos, incluso cuando poco tienen que ver con su gestión. Piensen en la forma en la que el presidente hizo referencia a la decisión favorable de la Corte de La Haya respecto al pleito limítrofe con Nicaragua:

“No lo hicieron en dos siglos, nosotros lo hacemos ahora. Por primera vez Colombia no pierde en negociaciones territorio. Supimos defender nuestra soberanía... Perdieron la costa Mosquitia, perdieron Panamá, perdieron los Monjes, perdieron selva amazónica, perdieron 75.000 km2 de mar Caribe. Nosotros defendimos la plataforma marítima continental y ganamos. San Andrés y Providencia será colombiana y raizal”.

Incluso en eventos cotidianos sobre los que la autoridad del gobierno es ampliamente sabida como minúscula, el presidente reclama victorias históricas. Por ejemplo, hace unos pocos meses declaró que la estabilidad de tasas de interés por parte del Banco de la República era un gran logro de su gobierno. Esto, a pesar de que cualquier persona bien informada sabe que la capacidad del gobierno para influir en las decisiones de la actual junta del Banco es pequeñísima. Y a pesar de que no subir tasas de interés es una medida que en nada contribuye a controlar la inflación, tan pronto la inflación empezó a moderarse, el presidente también se declaró como el glorioso responsable de aquello.

Más allá de lo vergonzoso que es que alguien reclame pomposamente méritos diminutos o, peor aún, ajenos, esta estrategia fanfarrona del gobierno es contraproducente para sus propios objetivos. Por supuesto que con ella alimenta las expectativas de su núcleo de seguidores, aquellos que piensan que Colombia nunca tuvo una verdadera democracia hasta la llegada de este gobierno. Este núcleo, sin embargo, siempre ha sido una fracción pequeña del electorado. Para llegar al poder, el Pacto Histórico tuvo que atraer una base amplia más allá de ese núcleo, moderando sus posturas a lo largo de la campaña. Esa base sigue siendo necesaria para gobernar y parece ser cada vez más antipática al mesianismo de la propaganda y sospechosa de los méritos inflados que el gobierno trata de vender.

Pero además de ser perjudicial para el gobierno, este estilo de comunicación es nocivo para el país, para su democracia. La transmisión de información imprecisa o falsa alimenta la desconfianza en el gobierno. En el largo plazo, esto generará dudas permanentes sobre la legitimidad misma del gobierno. Un gobierno que dice permanentemente cosas alejadas de la verdad tendrá dificultad con su credibilidad en momentos claves como el anuncio de resultados electorales o la defensa ante acusaciones de malos manejos. Más importante aún, este estilo de comunicación retorna al personalismo y misticismo de lo público dominante en etapas tempranas de formación estatal. Bajo estas lógicas, la sociedad solo puede prosperar con la iluminación de un líder de singular grandeza, por lo que se hace innecesaria toda la institucionalidad republicana de la que gozamos. No creo que haga falta explicar los peligros que vienen con esto.

Así las cosas, el tipo de grandeza que necesitamos que el gobierno nos muestre es una de honestidad y transparencia, no una de logros inmerecidos.

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