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Hace apenas un mes fue la investidura de Donald Trump como el 47º presidente de los Estados Unidos. Increíblemente, solo un mes, aunque políticamente parezca una eternidad.
Durante los primeros 30 días de su primer mandato, Trump firmó 12 órdenes ejecutivas, menos que las 14 de Obama en el mismo periodo y muy por debajo de las 32 de Biden. Sin embargo, Trump 2.0 llegó con una tónica distinta: ha firmado 70 órdenes ejecutivas en su primer mes de gobierno, dejando claro que sus instigadoras posturas de campaña no se quedarían en mera retórica.
En pocos días de su regreso al poder, Trump ha desplegado una agenda tan mediática como agresiva: endureció la política de deportaciones, declarando a la migración irregular como enemigo público; impuso aranceles del 25% a las importaciones de aluminio y acero, amenazando con extenderlos a Canadá y México, aliados más que cercanos, anticipando así el posible fin de la era del libre comercio. Emitió un indulto general a los involucrados en el asalto al Capitolio; retiró a EE. UU. de los Acuerdos de París; desmanteló las políticas ambientales de Biden; encargó a Elon Musk recortar hasta dos billones de dólares en gasto público, que ya ha tenido como víctima agencias como USAID; y abrió negociaciones directas con Rusia para la paz en Ucrania, excluyendo a Europa y al propio gobierno ucraniano.
Este último movimiento, más que cualquier otro, despacha un mensaje terminante: la época en la que Europa, y otros aliados, contaban con el respaldo militar irrestricto de Estados Unidos llegó a su fin.
Sin embargo, entre lo más llamativo de su regreso al poder destacan los gestos simbólicos con los que Trump busca reivindicar el lugar de Estados Unidos en el mundo: declaró que el Golfo de México se llamaría el “Golfo de América”, un cambio ya notariado en Google Maps; amenazó con devolver el control del Canal de Panamá a Washington; y afirmó, como si fuera cualquier cosa, que Canadá debería ser el 51º estado de la Unión: en esa visión se enmarca su orden de cambiar el nombre del monte Denali, el pico más alto del país, a McKinley, en honor al último “gran” imperialista que habitó la Casa Blanca.
En medio de todo esto, Colombia ha tenido un rol curiosamente protagónico. No solo por la crisis desatada tras el tuit de Petro a las 3 a.m. contra Trump, sino por ser un blanco fácil en la narrativa de los “regalos” sin retorno de Estados Unidos al resto del mundo. Como uno de sus mayores aliados —recibiendo más del doble en cooperación internacional que Brasil o México, pese a tener una fracción de su población— y uno de los pocos países latinoamericanos que aún comercia más con Estados Unidos que con China, la nueva era Trump choca directamente con el orden mundial al que Colombia estaba acostumbrada: Estados Unidos ya no parece ser un aliado confiable.
Ya no cabe la excusa de que el ascenso de Trump y sus posibles consecuencias tomó por sorpresa a los estadounidenses: votaron por él con plena conciencia, eligiéndolo con holgura pese a una década completa de ataques constantes por parte de los medios y del establecimiento político estadounidense, que han hecho todo lo posible por desacreditarlo.
Aunque a muchos no nos guste, este primer mes del regreso de Trump, y lo que anticipa que vendrá, parece destinado a consolidarlo como la figura política más decisiva de nuestros tiempos.
Con Trump, estamos presenciando en tiempo real cómo se escribe un nuevo capítulo en los libros de historia. Y, lamentablemente, gran parte del mundo —particularmente Colombia— no parece estar entre quienes saldrán mejor librados...
