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Me he preguntado muchas veces a lo largo de mi vida por qué ciertos fenómenos parecen ejercer exactamente el mismo impacto sobre los seres humanos sin importar lo diferentes que seamos.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Justo antes de que mi odontólogo me hiciera recostar en la silla y procediera a torturarme me contó que estaba planeando un viaje a Guatemala. Yo había hecho ese mismo viaje hace unos años, creerán que me extendí relatándoselo para dilatar la tortura odontológica y es verdad. Pero también es verdad que había recordado una escena que me marcó profundamente.
Habíamos decidido quedarnos en uno de los pocos hoteles existentes dentro del Parque Nacional Tikal. Yo estaba enferma y no paraba de vomitar. El guía nos recogería a las tres de la mañana porque la idea era caminar hasta una de las pirámides mayas con el fin de ver el amanecer desde la cima. Mientras nos explicaba qué hacer en caso de toparnos con pumas o jaguares a mí me costaba mantenerme en pie y alerta. Estaba claro quién sería la presa. Cuando llegamos a la base de la pirámide aún seguía oscuro. Recuerdo que subimos a ciegas incontables peldaños hasta que coronamos la cima y nos sentamos sin tener noción de dónde estábamos exactamente. Junto a nosotros había unas veinte personas que también habían madrugado y mis pocas energías estaban puestas en evitar vomitarlos. El silencio primero era impresionante, luego comenzaron a oírse los gruñidos de los félidos, los aullidos de los monos, el susurro de los árboles, el canto de millones de pájaros, todo al mismo tiempo. La selva se estaba despertando. Y un grupo de extraños de diversos rincones del planeta, que no nos habíamos visto antes ni nos veríamos después, nos encontrábamos allí juntos, con la boca abierta, los pelos de punta y los ojos encharcados, conmovidos ante un acontecimiento tan antiguo y tan inmenso como el mundo. Mi malestar, de repente, parecía pasajero e insignificante.
Me he preguntado muchas veces a lo largo de mi vida por qué ciertos fenómenos parecen ejercer exactamente el mismo impacto sobre los seres humanos sin importar lo diferentes que seamos. Estoy segura de que los hombres de las cavernas sentían por el fuego la misma fascinación que nosotros sentimos hoy ante una chimenea. Pasa igual con los rayos, los fractales, el salto de las ballenas, las estrellas fugaces, las cascadas y tantas otras cosas con el poder de estremecernos. Una respuesta fácil es porque son bellas, pero tiene que haber algo más. La belleza cansa y nuestra forma de apreciarla muta constantemente. Carl Jung diría que la razón es porque son símbolos arquetípicos que permanecen ocultos en nuestro subconsciente, hasta que llega el día en que los vemos de verdad y derraman con fuerza sobre nosotros toda su carga simbólica. Cuando vemos algo que nos conmueve no estamos viendo solamente ese algo, estamos viendo más allá, sintiendo lo mismo que tantos otros han sentido antes, experimentando el poder del inconsciente colectivo. ¿A quién pertenece un arco iris? ¿O el mar? ¿O las estrellas? A nadie y, por tanto, a todos. Por eso nosotros en Tikal no presenciamos un simple amanecer, presenciamos todas las veces que hemos muerto y renacido; todas las veces en las que, desde la más completa oscuridad y el desconsuelo, vimos emerger la luz y despertamos sabiendo que el malestar sería pasajero y el camino despejado y luminoso.