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Es una responsabilidad económica y social. No debería manejarse solo los fines de semana, pues esa mentalidad empobrece al campesino y al país. La finca debe gestionarse a tiempo completo, ya sea por el dueño o por un tecnólogo capacitado.
Por Carlos Enrique Cavelier - opinion@elcolombiano.com.co
Leyendo la edición especial de La Vorágine por su centenario, se aprecia cómo hace 100 años en las fincas llaneras todo se reducía a prácticas rudimentarias: “se miraba a ver si se ordeñaban las vacas”, “si las dos terneras seguían por ahí” y “no las habían devorado los zancudos o tigres”.
El salto al presente en ciertos sectores ha sido enorme. Las primeras actividades rentables y accesibles para moneda dura fueron el café y el banano, en este ya éramos un gran exportador. En el caso del café, éramos apenas un resplandor que marcó el inicio de una era de enorme protagonismo en el mercado internacional.
“El último gran invento colombiano en el agro fue la floricultura”, afirmó Ricardo Haussmann hace unos años. Aunque el aguacate y la palma han mostrado un notable crecimiento, en nuestro extraordinario inventario de frutas hemos sido demasiado lentos en entender las condiciones de exportación, desaprovechando este potencial emporio. Mientras tanto, la industria avícola logró hacer del pollo y el huevo componentes esenciales de nuestra dieta, y lo mismo ha sucedido con la porcicultura.
Sin embargo, el campo colombiano carece de una historia de éxito comparable a la peruana, que destaca por su potente fuerza exportadora. ¡Qué envidia!
La diferencia radica en la mentalidad. Los grandes productores de uvas, espárragos y manzanas de California comparten con los peruanos —y también con nuestros floricultores, bananeros, cafeteros y palmeros exitosos— una característica fundamental: un profesionalismo enorme.
¿Qué significa profesionalismo en agricultura? Según un destacado florista, es “un trabajo en equipo realizado con gran precisión y esmero, preferiblemente con educación superior, análisis constante de cifras y aprendizajes reiterativos que incluyen balances financieros. Se fundamenta en una gran curiosidad por nuevos conocimientos y prácticas exitosas”.
Este enfoque contrasta con expresiones como “viera lo bonita que está mi finca” o “qué gordas están mis cebúes”. Aunque hay excepciones, la ganadería aún está en deuda con el país por no seguir el adagio gerencial: “En Dios confiamos; los demás traen datos”. El cambio necesario es psicológico y de conciencia: una finca no puede ser simplemente un jardín bonito con 0.8 vacas por hectárea. Es una responsabilidad económica y social. No debería manejarse solo los fines de semana, pues esa mentalidad empobrece al campesino y al país. La finca debe gestionarse a tiempo completo, ya sea por el dueño o por un tecnólogo capacitado.
Conocí a un zootecnista que, inspirado por el uso eficiente del suelo en Francia y el sistema lechero de Nueva Zelanda, logró convencer a su padre médico de que “la finca no era solo para tener finca”, y la transformó en uno de los hatos lecheros y venta de cría de ganado especializado más exitosos del país.
Hoy, el conocimiento avanza vertiginosamente, y el agro no es la excepción en “el siglo de la biología”. Desde análisis con drones hasta proteínas diseñadas en 3D con inteligencia artificial, presenciamos una revolución verde 2.0 más limpia, que debería permitir convertirnos en potencia agroindustrial.