30 años sin la honestidad de la Jueza María elena
Fue asesinada junto a dos escoltas. Con coraje llevó procesos de secuestros, lavado de activos, desplazamientos y masacres. Tras su muerte, más de 2.000 funcionarios cesaron actividades.

El hecho
Con apenas 34 años de edad tenía razones para salir corriendo del despacho en La Alpujarra porque un bebé risueño de quince meses la esperaba en su casa. Cuando el fragor de las diligencias judiciales dio una tregua, María Elena Díaz Pérez aprovechó la pausa para ir en busca de su hijo, que era cuidado por su madre y por Amelia, una de sus hermanas.
Era viernes, al mediodía del 28 de julio de 1989, en una Medellín sitiada por la guerra de carteles. Subió por la calle San Juan y, a dos cuadras de su hogar, en el barrio Santa Mónica, un vehículo interceptó la camioneta en la que iba la jueza y reinó el caos. Cuatro escoltas intentaron reaccionar; hubo gritos y el eco estruendoso que producen las armas de largo alcance.
Nacida en Santa Rosas de Osos, norte de Antioquia, María Elena fue la segunda de una familia de once hermanos. Cursó sus primeros años en el pueblo natal y terminó el bachillerato en Medellín. Luego se graduó como abogada de la Universidad de Medellín y una vez terminó se vinculó como jueza: primero en los municipios de Angelópolis, Andes y El Santuario, y el último año de vida como jueza de orden público en la capital antioqueña.
Para el momento de su muerte, Díaz tenía entre los casos a su cargo la investigación por las masacres de las fincas bananeras de Honduras y La Negra, ocurridas el 4 de marzo de 1988 en el corregimiento Currulao, de Turbo, que dejaron como víctimas a 20 trabajadores, en su mayoría miembros del Sindicato de Trabajadores Agrarios. Producto de estas masacres en Urabá, en julio de 1991 fueron condenados a 20 y 30 de cárcel los exparamilitares Ricardo Rayo, Mario Zuluaga Espinal, Henry Pérez y Fidel Castaño.
En sus trece años de ejercer justicia, varias veces intentaron convencerla de torcer procesos y reversar fallos. A veces con ofertas económicas y cheques en blanco y con mensajes intimidantes.
Fue jueza por vocación y nunca quiso abandonar el puesto a pesar de las presiones y las amenazas. Amaba la justicia con una intensidad que muchos no entendían. “Era una mujer honesta y de temperamento fuerte. Intentaron sobornarla, pero decía siempre que un auto de detención no se le negaba a nadie”, recuerda Luz Amparo, una de sus hermanas y quien siguió los pasos como empleada judicial.
En su caso nunca hubo justicia. El primer juez que investigaba el crimen de María Elena fue amenazado 32 días después del atentado y tuvo que abandonar el país exiliado por hacer su trabajo. Nunca se supo quién ordenó matarla aquella tarde de julio de 1989. Algunos dicen que fue orden de Pablo Escobar por procesos de lavados de activos y otros relacionan el crimen con las masacres de Urabá cometidas por grupos paramilitares.
Luego del crimen, más de dos mil funcionarios y empleados judiciales entraron en un cese de actividades que duró un par de semanas. Los restos de María Elena y sus dos escoltas fueron velados en capilla ardiente dentro de la Asamblea de Antioquia y un masivo cortejo fúnebre acompañó a la familia hasta el cementerio San Pedro.
El ataque armado ocurrió en el barrio Santa Mónica, occidente de Medellín. La jueza fue asesinada junto a dos de sus escoltas.
Atentado dejó más víctimas
Producto del ataque del 28 de julio de 1989 también murieron en el lugar de los hechos Alfonso de Lima y Dagoberto Rodríguez, dos de los agentes del esquema de seguridad de la jueza de orden público. Otros dos funcionarios del DAS, el conductor de la camioneta en la que se movilizaba la víctima y uno de los escoltas motorizados, de quienes se desconocen los nombres, resultaron lesionados al recibir varios impactos con arma de fuego.
LAS HEROÍNAS
Amelia Díaz y Luz Amparo
Tal como le prometió a su hermana meses antes del asesinato, ante el santuario del Niño Huerfanito de Pamplona, Amelia Díaz (a la izquierda) cuidó junto a la familia a Carlos Andrés, el hijo que dejó la jueza María Elena. “Estaba en una empresa de textiles que tenía un hermano y escuchamos el extra por radio. Uno siente que el mundo se le viene encima. Agarré el carro y fui a buscar al bebé”, recuerda Amelia quien tuvo que acompañar a su madre en el duelo y ayudar con una nueva responsabilidad en casa. Amelia cuenta que solo la fortaleza de la familia los mantiene a flote. En el atentado de 1989 en Santa Mónica y otras tragedias posteriores como la que ocurrió 25 años después de su muerte, cuando una serie de eventos desafortunados cobraron la vida de Carlos Andrés, el hijo de Maria Elena, para entonces un joven universitario recién egresado. Luz Amparo (a la derecha), otra de sus hermanas, compartió profesión con María Elena y se jubiló como jueza en municipios del sur del Aburrá. Para el día del crimen de María Elena cumplía labores en el juzgado de Yarumal. Como pudo se montó en un transporte rumbo a la capital antioqueña para llegar al sepelio.“No hay rencores por la muerte de María Elena, pero la ausencia pesa. No tuvimos acompañamiento del Estado, nunca supimos qué es ir a un psicólogo o un trabajador social”, recuerda la mujer que después del crimen estuvo meses sin dormir sola. Las claves para salir adelante, y en eso coinciden, han sido no negociar los valores y la familia como refugio para compartir alegrías y tristezas.