Hace apenas una semana larga me enteré de la muerte del padre Guillermo León Gómez Ochoa, sacerdote de la arquidiócesis Medellín, fallecido víctima de un cáncer el 14 de enero pasado a la edad de 69 años. Bien conocido en el mundo eclesiástico de la ciudad por su actividad como concertista de piano y de órgano, por su labor pastoral y por muchas otras cualidades que lo adornaron en vida, el padre Guillermo fue un gran amigo.
Amable, simpático y buen conversador, lo conocí en mi calidad de periodista, responsable en El Colombiano, durante más de una década, de la desaparecida página "Iglesia". Su preocupación e indignación por el mal trato que se estaba dando a valiosos órganos tubulares en algunos templos, me llevaron a acompañarlo en varias denuncias que no dejaron de traernos malos ratos e incomprensiones. Logramos frenar varios "organicidios", cuando ya los nobles instrumentos de música sagrada iban a ser "chatarrizados", arrumadas las tubas en solares o terrazas y serruchados los teclados para poder bajarlos por las escalas de caracol de los coros. Fue así como el padre Gómez Ochoa logró salvar más de un valioso órgano traído de Europa y acompañó la restauración y afinación de varios más. Él mismo construyó en su casa un órgano casero, que funcionaba con pilas normales y tenía tres teclados y un pedalero con todas las de la ley.
Organista de la catedral de Copacabana por varios años, y muchos más de la Metropolitana de Medellín, era pianista graduado en Bellas Artes y, que se sepa, el único sacerdote católico concertista de piano y de órgano que, se vanagloriaba con humildad, había interpretado al piano las 32 sonatas de Beethoven y en el órgano los 48 preludios de Bach.
Políglota, le gustaba emprender hazañas un poco increíbles, como la de haber leído cuatro veces completamente la Biblia, en griego y hebreo, o estudiado uno por uno los 34 volúmenes de la obra completa de Santo Tomas de Aquino, o consultado los muchos tomos de la patrología latina y griega de Migne. Recuerdo su emoción, un poco ingenua, a mi juicio, cuando, hace unos años, leyendo precisamente la Patrología Latina de Migne, encontró, creo que en San Ambrosio, una supuesta carta de Poncio Pilatos al emperador Claudio sobre Jesús.
Fue larga e intensa su labor pastoral y sacerdotal. Era sencillo y acogedor. Coleccionaba trenes de juguete y pesebres, gozando como un niño grande. O como un viejo niño. Queda de él, como sacerdote y como persona, un grato recuerdo con música de órgano al fondo. Que debe ser, supongo, la música que se oye en la eternidad. O en el cielo. Paz en su tumba.
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