20 años aprendiendo a decir no
En las últimas semanas, dos personas se declararon presidente de Venezuela y, al momento de jurar, cada uno levantó una mano distinta. Nicolás_Maduro, el sucesor de Hugo Chávez y presidente ilegítimo para parte de la comunidad internacional, levantó la izquierda, y Juan Guaidó, el líder del Legislativo, de mayoría opositora, y reconocido por países como Estados Unidos y Colombia, alzó la derecha.
También difirieron los escenarios. Cuando Maduro juró el pasado 10 de enero, lo hizo ante el Tribunal Supremo, un poder bajo su control, rodeado de escasos jefes de Estado de países vecinos y de enviados de sus aliados geopolíticos como Rusia, China y Turquía.
Guaidó, en cambio, juró en la calle, sosteniendo él mismo la constitución. Su público eran los asistentes a las masivas movilizaciones convocadas por la oposición para ese 23 de enero en contra del gobierno y exigiendo un mandato de transición.
Con ese acto, el diputado se volvió el heredero de 20 años de oposición. Asumió una resistencia iniciada cuando él apenas tenía 15 años y que, en principio, fue liderada por los mismos políticos tradicionales que Chávez desplazó con su llegada al poder en 1999.
Entonces, la oposición no tenía el respaldo con el que cuenta actualmente, con figuras como el excandidato presidencial Henrique Capriles y el preso político Leopoldo López. De hecho, como recuerda Germán Ferrer, exdiputado durante el chavismo y esposo de la fiscal en el exilio Luisa Ortega, muchos que como él se habían opuesto al bipartidismo que imperaba en Venezuela desde 1958 celebraron el cambio que prometía Chávez.
Los partidos tradicionales, Acción Democrática y Copei se habían turnado el poder durante cuarenta años, desde el pacto de Punto Fijo, y eran vistos –de acuerdo a Germán Sahid, internacionalista experto en Venezuela– como responsables de derrochar las rentas petroleras del país con mayores reservas de crudo del mundo.
Los miembros de esos partidos fueron los rostros de la primera oposición a Chávez. Políticos como Carlos Andrés Pérez, el penúltimo presidente del puntofijismo, a quien Chávez intentó derrocar sin éxito en 1992 y que dos años después fue condenado por corrupción por usar dinero público para financiar servicios de escoltas en países extranjeros, aunque salió de la cárcel pocos meses después debido a su avanzada edad (73 años).
Era una generación envejecida que, con Chávez, se vio reemplazada no por un reformista sino por un revolucionario; por alguien cuya promesa era cambiar el sistema que habían construido. Su respuesta inicial, para Carlos Romero, profesor de ciencias políticas de la Universidad Central de Venezuela (UCV), fue la confusión. Y con esta, los fracasos.
Golpe o respirador artificial
El mandato interino de Juan Guaidó, a pesar de haber iniciado recién el 23 de enero de este año, ya es más largo que el del primer opositor que se declaró presidente en la era del chavismo, el 12 de abril de 2002.
Ese día, el empresario Pedro Carmona también levantó la mano derecha y, con algunos trastabilleos, leyó en la hoja de papel que sostenía temblando en la otra mano que él era el presidente de Venezuela. Sus palabras concretaron el malestar de la clase empresarial que venía creciendo tras varios meses de huelga. Para el opositor histórico, hoy en el exilio, Antonio Ledezma, “fueron consecuencia de la arbitrariedad de Chávez , que quería imponer a través de leyes habilitantes 49 leyes”.
Las escasas horas de Carmona como presidente fueron, según recuerda Romero, “una fiesta en Miraflores”. Chávez permanecía custodiado por los militares rebelados y algunos opositores empezaron a acercarse a la casa de gobierno para firmar el Acta de Constitución de Transición, o Carmonazo, un decreto que le quitaba a la República de Venezuela la palabra “bolivariana” que le había puesto Chávez y, entre otros, disolvía los poderes Legislativo y Judicial.
Un documento que, para Ronal Rodríguez, investigador del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, marcó la salida de Carmona el 14 de abril y, de paso, “el cierre de una generación en la política venezolana. Pues, sin proponérselo, los empresarios y políticos que apoyaron el golpe terminaron dándole oxígeno a Chávez”.
Después de eso, aquellos que levantarían las banderas de la oposición serían otros; los jóvenes que vieron las imágenes del golpe en televisión, escondidos en sus casas, que crecerían en ese país confuso y lo único que conocerían en su vida adulta sería el chavismo.
De la fuerza a los símbolos
Hugo Chávez solo perdió una elección en toda su vida: el 2 de diciembre de 2007. Era, curiosamente, su momento de mayor poder. La subida internacional de los precios del petróleo le había permitido adelantar sus reformas sociales; desde 2005, cuando debido a su división la oposición terminó no presentando candidatos al Legislativo, controlaba una Asamblea “roja, rojita” y acababa de ganar su tercera reelección, en 2006, por el mayor margen de votación hasta entonces.
Confiado en esos precedentes, Chávez dio el paso para consolidar su proyecto: un referendo para convertir a Venezuela en un Estado Socialista, en el que pudiera reelegirse indefinidamente. Pero se encontró con resistencias que no conocía.
La primera venía desde adentro. Antiguos compañeros de causa, e incluso de armas, que rechazaron su intento de perpetuación. Raúl Baduel, su colega en la escuela militar y quien en 2002 fue para Chávez un héroe que lideró su regreso a Miraflores como comandante de las Fuerzas Armadas, se convirtió uno de los principales rostros de la campaña por el No en el referendo.
La otra resistencia inesperada para el chavismo fueron los movimientos estudiantiles. Rodríguez señala que el oficialismo, acostumbrado a dar y a recibir golpes de Estado, no sabía cómo responder ante unos jóvenes sin más armas que los símbolos: que se pintaban las manos de blanco y que teñían de rojo las aguas de las fuentes de las plazas públicas en las capitales venezolanas para protestar por el aumento de la criminalidad.
Entre ellos, estaba un estudiante de ingeniería, inspirado por Leopoldo López, el alcalde de Chacao y fundador del partido Voluntad Popular: su nombre es Juan_Guaidó.
Aprender a decir no
Para existir, la oposición –ese invento de la modernidad para evitar la guerra entre el gobernante y quien lo rechaza– necesita de tres mínimos: que el opositor siga vivo, que pueda expresar su contraposición y que tenga, al menos, una opción de ejercer el poder.
“Es la esperanza de los sectores que pierden las elecciones de llegar a ser gobernantes en un futuro; el recordatorio para quien está en el poder de que nadie puede sentirse dueño absoluto del Estado”, resume Juan Carlos Arenas, profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.
En el caso de Venezuela, esos mínimos desaparecieron progresivamente, y quienes disienten han sido condenados por el gobierno a la cárcel –el caso de Baduel y López–, al exilio –como a Ferrer y a Ledezma– en incluso a la muerte.
Esa precariedad, como señala Romero, en lugar de extinguir la oposición, la legitimó y la ayudó a unirse tras la confusión de los primeros años. La victoria en el referendo de 2007 fue seguida por la creación de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) en 2008, que abarcaba a todos los partidos opositores.
A través de esta plataforma, alcanzaron sus mayores victorias: volvieron al Parlamento en 2010; casi recuperaron la presidencia con Henrique Capriles en las elecciones de 2012 y 2013 –cuando perdió contra Maduro por menos de 1 punto porcentual, en unos comicios aún cuestionados–; luego, en 2015, obtuvieron la mayoría en la Asamblea Nacional y , pese a que el gobierno le retiró las competencias en 2017, el Legislativo se sostuvo hasta ahora, cuando bajo el liderazgo de Juan Guaidó es reconocida como el único poder legítimo en Venezuela.
La particularidad de Venezuela, para Romero, es que pese a las divisiones, siempre ha habido oposición. A diferencia de otros países con regímenes autoritarios o dictatoriales, en los que por lapsos breves e incluso décadas no existido quién haga una objeción. En Venezuela esa clase tradicional que se vio fuera del poder hace 20 años fue capaz de renovarse, aunque tardó. Resitió ante un régimen que duró lo suficiente como para que alcanzara a crecer una nueva generación con la legitimidad para decirle que no.
Pero resistir y ser reconocido no cambia gobiernos. Menos un país que, como describe Germán Sahid, se ha construido en torno a la idea del general al mando, en el que la tentación de un golpe de Estado no desaparece.
Para lograr su objetivo, la oposición requiere el respaldo de la cúpula militar que esta semana ratificó su lealtad a Maduro y a la que Guaidó le mantiene tendida la mano. Que la tomen o no es tan incierto como saber cuál mano ofrece la oposición – la izquierda o la derecha– para un gobierno posterior al chavismo