La familia descansa. Él lleva sombrero, camisa rosa con las mangas recogidas hasta los codos y un bigote poco profuso. La cabellera de ella está recogida con una pañoleta roja con estampados verdes tenuemente dorados. Cada uno sostiene una metáfora del progreso, según la idiosincrasia paisa: él empuña con la izquierda un hacha y con la derecha señala la lejanía. Las manos de ella están ocupadas con un niño envuelto en pañales que —curiosamente— tuerce el cuello para mirar hacia donde el adulto señala.
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Si usted ha nacido en estas tierras o lleva años en ellas, intuye que describo Horizontes, el conocido lienzo de Francisco Antonio Cano. Y sí, pero pasemos los ojos de la familia al ambiente que la envuelve. Los personajes están en un mirador: al fondo las nubes cubren las ondulaciones de la cordillera y los caminos son un trazo irregular, amarillo mustio. Aunque esté por fuera de lo pincelado, no es difícil, luego de cerrar los ojos, imaginar el paisaje. Uno muy antioqueño: de montañas ásperas, rudas, que cortan el aliento. ¿Quiere tomarse una selfie con eso detrás? Eso sí es difícil: el territorio ha cambiado mucho en un siglo. Pero, para tener una experiencia cercana, vaya a uno de los 160 miradores que rodean Medellín y el área metropolitana.
Ahora resulta sencillo gracias a la herramienta tecnológica que unos jóvenes de la ciudad crearon para ofrecerles a los visitantes y lugareños datos y pistas para trepar las laderas.
Daniel Vahos y Daniel Restrepo —miembros de planta de Miradores Medellín— nos esperan en los parqueaderos del Cerro El Picacho: visten bluyines y tienen los cortes de cabello que se logran en las barberías. “Acá se ve bien, pero arriba, en el Cristo, se ve mejor”, dice Vahos. Mientras los pies ascienden y los pulmones se aferran al aire, Daniel cuenta una historia con los ingredientes típicos de los relatos fundacionales de las empresas digitales. Las ideas vienen de la necesidad. En algún momento alguien tuvo un clic mental y se le ocurrió hacer un mapa de los miradores del Valle del Aburrá porque, al buscar información de ellos, se encontró un rompecabezas. “El de la idea fue Fabián Álvarez, él ahora nos alcanza”, dice Vahos y seguimos el ascenso peldaño tras peldaño.
Por cada paso de subida la mirada gana una franja de edificios, casas en racimos y autopistas. A los pies del Cristo un grupo conecta consolas, micrófonos, luces, los detalles de un recital de rap o de música electrónica, es pronto para saberlo. “Mejor sigamos, acá el sonido interfiere en la entrevista”, dice Vahos. Sí, adelante la vista mejora. Caminamos por cintas de asfalto bordeadas por rejas oscuras que llegan hasta los codos y por árboles impregnados de humo reciente. “Parce, mirá, hubo un incendio”, dice Daniel Restrepo. Ahí está la tierra con las manchas de la ceniza y la maleza chamuscada. Medellín se extiende silenciosa, vibrante. Salir de la ciudad —aunque no del todo, siempre con ella en la vista— provee una sensación ambivalente, una mezcla a partes iguales de familiaridad y extrañeza.
La gente cruza las rejas, se sienta en enormes rocas o en las cornisas naturales. Un grupo tiene parlantes y destapa latas de cerveza. Otro enciende baretos y quedan lelos, con rostros congelados. “Acá es bueno venir, pero con parceros, en combitos. Con la polla sola no, con un parchecito de amigos”, dice Restrepo. Y en la aplicación, ¿ustedes le dicen a la gente cosas de la seguridad y demás? “Sí, les damos un relato de nuestras experiencias, la gente toma la decisión si sube o no. Además, la mayoría de los miradores públicos son seguros. En este, por ejemplo, hay celadores”, dice Vahos. “Yo vendría acá con amigos, pero con la novia no: se ven muchas valijas”, dice Juan Pablo Estrada, el camarógrafo, y alista los equipos para comenzar la entrevista. Entre tanto aparece Fabián.
Es de Manizales, tiene experiencia en el marketing digital. Conoció los miradores luego de lanzarse en parapente. “Siempre he pensado que Medellín tiene el potencial para convertirse en la capital de los miradores. Hemos mapeado 160 y todavía nos faltan”, dice al preguntársele por la idea de una startup dedicada a los paisajes. En la breve historia de Miradores Medellín –al fin y al cabo se fundó el 23 de octubre del 2020– el aprendizaje se ha conquistado por el ensayo y el error. “Cuando comencé con esto hice publicaciones de Instagram, que le llegaban a muy poquita gente”, dice Fabián. Al principio —y durante tres o cuatro meses— fue una tarea de hormiga: publicitar tours por los miradores y llevar a los interesados en moto. ¿En serio hacía eso?, le pregunto. “Sí, pero me di cuenta de que no tenía un impacto grande”.
La empresa ha dividido en categorías a los miradores: los públicos —las Tres Cruces, Pan de Azúcar, es decir los que están en los cerros tutelares—, los mall —terrenos acondicionados con gastronomía y esparcimiento—, los hospedajes y los rooftop —las azoteas dispuestas a modo de bar o restaurante—. En ese inventario caben todos los perfiles de los consumidores: hay miradores para planes familiares o para parchar con la pareja o el flete. Hay unos con música suave y fogata y otros con ambiente de fonda y ríos de licor. En otras palabras, Medellín tiene miradores a la medida de variados gustos y bolsillos. “Con esto buscamos que la gente se dé cuenta que el de las Palmas no es el único mirador y que hay parches distintos al de ir a Provenza”, dice Fabián. “Acá, en la vía a San Félix hay varios muy buenos. Ahora vamos a uno familiar y luego a otro romántico”, completa Vahos.
Volvemos al parqueadero para ir a La Palma Gastropub, una casa de dos niveles con un patio provisto de mesas y fogata. Tardamos seis minutos en llegar. Hay pocas personas y las luces han estallado en la piel del área metropolitana. El primer símil que aparece es el lugar común del pesebre y el segundo, no menos trillado, es el de decir que en los cerros se han propagado los brillos de la noche. Ante la belleza la reacción justa es la de cerrar la boca y mirar con todos los sentidos. La banda sonora del lugar está próxima a la del pop en español ochentero y noventero: Maná, Alejandro Sanz y demás. La geografía de Medellín hace que los miradores de este tipo sean abundantes. La siguiente parada es San Ateo: las nubes cubren la vista y el frío muerde las manos y las rodillas. Este tercer sitio ofrece una atmósfera bohemia, juvenil. Los parlantes reproducen las canciones de Red Hot Chili Peppers y de Zoé. Incluso hay chances de cortejar a la pareja con bailes de bachatas.
¿Conocen Medellín sin mí?, pregunto. “¿Dónde queda?”, dice Fabián. Más arriba del Asfixiadero, en Sabaneta. “En Sabaneta hay varios. Hay muchos en Manrique, Robledo, San Félix, San Antonio de Prado, Santa Elena. Tenemos que incluirlo en la lista”, concluye. El mapa nunca concluye, se alimenta de las fotografías de los usuarios. En este punto nos despedimos. “¿Puede incluir en la nota que las instrucciones para descargar la aplicación están en nuestro Instagram? Por semana tenemos 1.500 visitas, en promedio”, dice Vahos. La cuenta de Instagram de Miradores Medellín es @miradores.med.
Al día siguiente, Manuel Saldarriaga me muestra el saldo fotográfico del recorrido. Pasa una foto, la siguiente y, ¡zaz! Está Horizontes, reelaborada. Es la misma imagen, pero no. Ya no hay sombrero ni hacha ni bebé. Hay celulares, mestizaje y montañas que hierven de casas, de edificios. Y están los filos, los divisaderos, los miradores. A fin de cuentas, los cerros son los dioses de esta ciudad católica, reguetonera, comerciante.