Parado en un andamio y con la mano fija en uno de los hierros de la plancha que está construyendo, Óscar Darío Zapata —Osquín para sus allegados— se puede dar el lujo de hacer una pinza con sus dedos y atrapar el edificio Coltejer como si fuera una ficha de lego. Su barrio, el más empinado de la ladera oriental de Medellín, en las barbas del Pan de Azúcar y donde la ciudad llega a su fin, fue bautizado El Faro cuando se forjó en 1996.
“En las noches, como no teníamos luz, se alcanzaba a ver el reflejo de todo el valle —cuenta Óscar, con su sombrero azabache, mirada penetrante y manos ajadas—. Se veía como un mar de bombillos. Después nos llegó la luz y el primer poste quedaba arribita de mi casa. Por eso cuando bajaba al Centro veía la última lámpara y decía: ‘yo vivo allá’”.
Si bien El Faro es la casa y el fruto de su lucha durante 25 años, su vida empezó en otra montaña. Nació en el corregimiento Ochalí, de Yarumal, donde ordeñaba, cogía café y jornaleaba hasta que el miedo se apoderó del pueblo. No lo dudó, empacó lo que cabía en una mochila y salió —lo dice con la certeza del recuerdo indeleble del 18 de agosto de 1995—. “Días antes llegó la noticia de que iban a matar a 18, muchos eran jóvenes que no querían integrar esos grupos (guerrillas y paramilitares)”, cuenta.
Como el camión escalera que llegaba a Ochalí era interceptado en cualquier punto de la carretera, caminó hasta Cacahual, entre San Andrés de Cuerquia y Toledo y se subió al primer bus que pasó. “Me vine con Juancho, un amigo. La amenaza era cierta porque él se devolvió para la cosecha de café y lo mataron a los 20 días”, cuenta. La violencia le hizo abandonar las montañas de Ochalí, pero su nueva lucha estaba por comenzar.
La ciudad a sus pies
Un hermano que vivía en Robledo le dijo que más arriba del Centro, después de los últimos techos, había tierra para construir. El primer rancho que tuvo fue armado con tapetes, tablas y plásticos que recogió en sus faenas como reciclador. “Así se construyeron las demás casas, es que el que tiene mucho, bota mucho”.
Hoy esta zona está habitada por 334 familias —unas 1.700 personas, según la junta administradora local— que componen un barrio campesino en el que habitan desplazados por la violencia de las subregiones de Antioquia, departamentos cercanos y, en los últimos años, de Venezuela. Ya las vías de acceso no son color barro, las casas ahora se erigen con adobes y hierros —como los que tenía tomados Osquín—, la comunidad edifica una sede comunitaria y el día a día es amenizado por una vecina que canta con micrófono, desde una ventana, éxitos de la música popular.
“Somos personas con capacidad grande de resistir, sobrevivimos en cualquier parte y transformamos el territorio”, dice Osquín, con orgullo. Esa también es la explicación del nombre del barrio que, en su conjunto, parece más una finca comunitaria con perros sin dueño, caballos, gallos de pelea, cafetales y plataneras. “Muchos campesinos dejamos familia muerta en las montañas, cada vez que uno ve una luz, rememora las víctimas que se quedaron allá”.
La cuadra
Así como él, muchos en El Faro viven de comerciar chatarra y reciclaje, otros le apuestan al rebusque allá abajo, donde el estadio y la Alpujarra también parecen de lego, y algunas señoras se ganan sus pesos con las confecciones. Pero otro frente de la lucha diaria es por el reconocimiento del territorio. Dice Osquín que como El Faro está por fuera del perímetro urbano, la inversión estatal llega a cuentagotas.
Rememora que el barrio se ha desarrollado con las manos de la comunidad que a punta de convites le puso aceras, escaleras y accesos a las casas. “Tenemos un tanque de agua potable encima, como si lo tuviéramos en la nuca, pero no podemos tomar de ahí porque estamos por fuera del perímetro urbano, como si uno tuviera derechos hasta una cuadra y más arriba no”.
Por eso su reclamo al Estado es porque, después de 25 años de batalla, pongan fin a la incertidumbre con el espacio que habitan. “Yo no quería a la ciudad ni me gustaba, hoy lucho porque se reconozca a mi barrio y a los que vivimos en la periferia”. Por eso pide, a públicos y privados, que al menos se sienten, se conozcan y se escuchen. Les dice: “¿en qué mesa podríamos hablar para que las buenas voluntades se reflejen en el territorio? Uno acá no sabe quién es el Estado o quién es la empresa. Si cualquiera tiene voluntad, que se acerque y construyamos conjuntamente este barrio”, concluye, mientras abajo pasa la ciudad que solo necesita ver de reojo para encontrar El Faro .
