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Fervor de Buenos Aires: bitácora de un delirio a un año del título de Argentina

El 18 de diciembre del 2022 Argentina tocó el cielo y se hizo eterna, por tercera vez. Un colombiano en sus veinte tuvo la oportunidad de presenciar los últimos partidos del Mundial en Buenos Aires y fue testigo de esos días de excesos y desenfreno futbolísticos. Aquí, su testimonio.

  • El 18 de diciembre de 2022, Argentina ganó, de la mano de Lionel Messi, su tercera copa del mundo. FOTO: GETTY
    El 18 de diciembre de 2022, Argentina ganó, de la mano de Lionel Messi, su tercera copa del mundo. FOTO: GETTY
18 de diciembre de 2023
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Por: Simón Uprimny Añez

Uno de los últimos días de octubre del 2022 sucedió un hecho triste. El marido de una prima de mi madre falleció. Nadie diría que eso es un hecho triste, pues qué clase de tristeza puede producir la muerte del marido de la prima de la madre. Pero mi madre aprecia mucho a esta prima, así que este fue un hecho triste. En todo caso, lo importante es que el hombre era argentino pero hace muchos años vivía en Bogotá junto con su esposa y sus dos hijas colomboargentinas. La misa fúnebre tuvo lugar en una pequeña iglesia al norte de la ciudad y acompañé a mis padres a ofrecerle nuestras condolencias a la familia. Envuelto en una bandera celeste y blanca, el ataúd había sido dispuesto frente al altar desde el cual las hijas pronunciaron algunas palabras. Cuando la misa estaba por terminar, un hecho inesperado quebró la solemnidad del momento. La hija menor cerró su intervención dirigiéndose directamente al ataúd: “Y, papá, haz que Argentina gane el Mundial”.

Esa oscura tarde de octubre una lucecita se prendió en mi cabeza. Semanas atrás había comprado pasajes junto con dos grandes amigos, una austriaca y un alemán, para visitar Argentina y Uruguay a finales de año. Los tiquetes de avión indicaban que dejaríamos Bogotá la noche del 8 de diciembre rumbo a Buenos Aires y regresaríamos desde Montevideo el 23. Nunca había estado en la capital argentina y llevaba un buen tiempo con ganas de conocerla, anhelando recorrer aquellas ávidas calles de los versos de Borges.

Aunque siempre me ha gustado el fútbol, al comprar los pasajes no pasaba por mi mente el Mundial de Catar. La desvergonzada corrupción de la FIFA al otorgarle la sede a un país sin ninguna tradición futbolística y en el que a diario se cometen violaciones flagrantes a los derechos humanos, y el hecho de que Colombia se hubiera quedado por fuera, eran algunos de los factores que no me permitían más que sentir una lejana curiosidad por el certamen.

Todo empezó a cambiar al escuchar las palabras de la hija. Confieso algo que no me enorgullece: tan pronto como terminó la misa, corrí directamente a mi casa a confirmar lo que ya intuía podía ser cierto. Encendí el computador, comparé cuidadosamente los tiquetes de avión con el calendario de los partidos y comprobé, con un estallido adrenalina, que las fechas de nuestro viaje coincidían con los cuartos de final, semifinales y final del Mundial. En ese momento, el Mundial se volvió una de mis prioridades: poco a poco empezó a apoderarse de mí la idea de que, si Argentina hacía una buena copa, podría presenciar algún partido de la albiceleste en Buenos Aires, una de las capitales universales del fútbol.

Hoy, un año después de concluido el Mundial, puedo afirmar que hay ciertos momentos de la vida, pocos, raros, en los que, por alguna razón misteriosa e indiferente a cualquier explicación racional, el azar felizmente se vuelca de nuestro lado y concede que nos encontremos en el lugar adecuado en el momento justo. Como me ocurrió a mí del 9 al 20 de diciembre del 2022. Doce días en los que presencié en Buenos Aires las últimas tres victorias que le permitieron a Argentina consagrarse nuevamente, después de casi cuatro décadas, campeona del mundo. De esos inolvidables días bonaerenses, y de los que les precedieron, surgen estas páginas. Esta es la bitácora de un delirio redondo.

Primeros días de noviembre del 2022: Expectativa inflada

Ahora que me he dado cuenta de que nuestro viaje coincidirá con la recta final del Mundial, leo las noticias que llegan desde Argentina como un poseído. La expectativa es enorme: este será, seguramente, el último Mundial de Messi y Argentina llega a la competencia en estado de gracia, con una seguidilla de 36 partidos sin perder. Para engalanar todavía más la ocasión, este será el primer Mundial después de la muerte de Maradona, y los argentinos sienten una obligación casi ética de ganarlo en su honor.

En el sur del continente, la ansiedad por la Copa del Mundo hace que sucedan cosas extrañas. Por ejemplo, que el tradicional álbum Panini haya despertado una verdadera locura colectiva. Todos quieren llenarlo, pero no hay suficientes “figuritas” para todos. Y esto, que quizás en otro país resultaría anodino, en Argentina se ha convertido, literalmente, en una cuestión de Estado: se han presentado disturbios entre la gente hambrienta de figuritas y la policía, y la situación llegó a tal nivel de tensión que fue necesaria una reunión entre el alto gobierno y los representantes de Panini para “buscar soluciones”, es decir, para imprimir más figuritas. La escasez también ha impulsado un mercado negro en internet con precios absurdos: la figurita extra de Messi, una de las más difíciles de conseguir, podía llegar a costar, en septiembre, 45.000 pesos argentinos, unos 2.400 dólares. Cifra descabellada para cualquier nación, pero más para una que, en el 2022, tiene una de las tasas de inflación más altas del mundo y la más alta de Latinoamérica. Sin embargo, esto no parece preocuparle ni siquiera a la ministra de Hacienda, que a mediados de noviembre aseguró que durante el mes del Mundial la lucha contra la inflación quedaría relegada a un segundo plano porque “un mes no va a hacer la gran diferencia”. Y agregó: “Primero que Argentina salga campeón, después seguiremos trabajando”.

Como si fuera poco, una conocida estuvo en Buenos Aires en octubre, días después de la muerte de la reina Isabel II de Reino Unido, y, a su regreso a Colombia, refería que los argentinos estaban muy preocupados de que los británicos, sus enemigos jurados, hubieran sacrificado a su reina para complacer a los dioses del fútbol a cambio del título mundial mientras que ellos, incapaces, no habían siquiera podido ofrendar a su vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, víctima de un infructuoso atentado en septiembre en el que la pistola del gatillero se había bloqueado de manera insólita.

22 de noviembre a 3 de diciembre del 2022: Una montaña rusa de emociones

En el partido inaugural de una fase de grupos totalmente disparatada, Arabia Saudita dio una de las mayores sorpresas de la historia de los Mundiales y derrotó a Argentina, y yo sentí que mi viaje se caía a pedazos. Luego, en el segundo juego, los gauchos sacaron la casta, vencieron a México y yo recobré la ilusión. Finalmente, aplastaron a la siempre decepcionante Polonia, pasaron primeros de grupo y yo entré en un estado de alta exaltación. En octavos, el rival fue Australia y, en un partido más sufrido de lo esperado, triunfaron 2-1 y se clasificaron a cuartos de final. Y así cumplieron lo más importante: mi sueño de ver en Argentina al menos un partido de Argentina se hará realidad.

9 de diciembre del 2022: Sin tiempo para respirar

En Buenos Aires aterrizamos muy temprano el viernes 9 de diciembre y, a las cinco de la mañana, nos registramos en un hostal ubicado en la Recoleta. Después de dormir un par de horas, y a pesar del viaje y del cansancio, me despierto lleno de energía. No es para menos: esta tarde juega Argentina contra Países Bajos por los cuartos de final.

Y, además, estamos en Buenos Aires. La casa de los cinco grandes de Argentina: Boca Juniors, River Plate, San Lorenzo, Independiente y Racing. El hogar de muchos otros clubes importantes como Vélez Sarsfield, Argentinos Juniors, Huracán o Lanús. La fortaleza de la selección nacional, que usualmente juega en el estadio Monumental, en donde Argentina se coronó por primera vez campeona del mundo en 1978. Buenos Aires es fútbol.

Salimos a recorrer la ciudad. Descubrimos calles, cafés, librerías. Buenos Aires es también hermosa. Hay, sin embargo, un problema: hace mucho calor. Este es, hasta el momento, el día más caluroso del verano argentino en 2022. Y el pronóstico del clima es poco alentador: la temperatura alcanzará un pico de 37 grados, con sensación térmica de 40, a las cuatro de la tarde, hora del inicio del partido. En el transcurso del día, mis amigos, poco futboleros en realidad, me preguntan dónde quiero ver el encuentro. Les contesto que en una pantalla gigante, para sentir de cerca toda la emoción de la gente. A regañadientes, aceptan acompañarme. Faltando cinco minutos para el saque inicial, llegamos a la Plaza Intendente Seeber, en el punto en que se cruzan las avenidas Sarmiento y Libertador. La alcaldía ha instalado allí una pantalla de proporciones monumentales, la más grande de la ciudad. Pero hoy el lugar no está lleno, el calor ha espantado a muchos. No hay una sola nube en el cielo y el sol nos ataca con sevicia, sin posibilidad de sombra a la vista. Esto hace cambiar de opinión a mis amigos, quienes me informan, con esa clásica apatía de muchos jóvenes europeos, que prefieren ir a ver el partido a algún bar cercano. Indignado, les digo que me quedo. Me embadurno de bloqueador solar, me ajusto mi gorra y mis lentes de sol, y listo: que empiece el partido, que a eso vinimos.

La primera gran emoción llega pasada la media hora, cuando Messi, por medio de una sutileza imposible, desliza el balón entre las piernas gigantes de los jugadores holandeses, haciéndolo pasar por el único resquicio por el que podía pasar, y se lo hace llegar suave, delicadamente, a Nahuel Molina, quien, solo frente al portero, define como si no fuera defensor. Golazo. En la segunda parte, Messi, de penalti, anota el segundo. Tras el gol tiene lugar una escena que será recordada por mucho tiempo: el rosarino camina hacia el banco de suplentes rivales y se detiene, desafiante, frente a Louis Van Gaal, el entrenador neerlandés, que había emitido algunas palabras provocadoras en su contra antes del partido. El 10 procede entonces a situar su mano derecha, con la palma completamente extendida, detrás de su oreja derecha, y su mano izquierda, con la palma completamente extendida, detrás de su oreja izquierda. Y permanece en esa posición, con la mirada fija en Van Gaal, durante varios segundos. Es el gesto supremo de combate: el famoso “Topo Gigio” popularizado alguna vez por Juan Román Riquelme, otro ídolo nacional. En Plaza Seeber la gente delira con su selección y con este Messi pendenciero, más maradoneano que nunca. Los hombres le gritan que lo aman, un par de mujeres le piden que les haga un hijo. Yo hago ambas cosas.

El gesto de Messi calienta definitivamente el partido. Las faltas se hacen muy numerosas y el árbitro reparte tarjetas como dulces. El huracán de agresividad en el que se ha transformado el partido –el de más tarjetas en toda la historia de los Mundiales: quince amarillas y una roja– termina por favorecer a los tulipanes, que se sacuden en los minutos finales. Primero, logran el descuento a través de un cabezazo; luego, en el último suspiro, por medio de una jugada preparada de una audacia que no recuerdo haber visto nunca en un momento de esa magnitud y a esa altura del partido (minuto 90+10), los neerlandeses consiguen el empate: 2-2 y alargue. La gente no lo puede creer. Plaza Seeber queda en silencio absoluto. Se escuchan tan sólo los gritos desgarrados de una joven: “Nooo... La puta madre... ¡¿Por qué, por qué?!, ¡¿por qué siempre tenemos que sufrir?!”.

Comienza el tiempo extra y el ambiente está tenso a más no poder. Pero yo, por mi lado, aunque quiero sufrir como un argentino más, no lo logro: siento, de manera absurda, irracional, que el destino no va a permitir que Argentina caiga eliminada el día de mi llegada al país, que no va a arrebatarme la oportunidad de verla avanzar en el camino hacia el título. Y a pesar del golpe recibido, la albiceleste renace y juega muy bien, domina la prórroga y está varias veces a punto de anotar. El partido termina y en Plaza Seeber la hinchada ha recuperado todo su ánimo. Se vienen, ahora, los siempre temidos, y muchas veces injustos, penaltis. Sin embargo, la gente parece confiada porque sabe que tiene de su lado al ‘Dibu’ Martínez, un arquero bastante común en realidad, pero que en penales es uno de los mejores, si no el mejor, del mundo. Y el ‘Dibu’ no decepciona: ataja los dos primeros cobros e impulsa a Argentina a la semifinal. En Plaza Seeber la gente salta, grita, ríe. Varios argentinos me abrazan como si fuera uno de ellos. Y yo, que no puedo evitarlo, me siento un poco uno de ellos.

Tras un par de cervezas de celebración con mis amigos, con quienes me reúno al salir de la plaza, y a quienes ya perdoné, tomamos un taxi para regresar al hostal. Empezamos rápidamente a conversar con el taxista sobre el partido. Él, aún emocionado, nos dice: “Ganamos porque Argentina pone muchos huevos”. Y aquí, debo decirlo, empiezo a sentir una cierta envidia. Envidia por la garra, la jerarquía de los argentinos. Que no se arrugan frente a nadie, que sacan lo mejor que tienen cuando todo parece perdido. Las almas de los argentinos se ensanchan cuando se asoman a contemplar el precipicio. No en vano puede leerse en el Martín Fierro, su libro nacional:

Yo soy toro en mi rodeo

Y torazo en rodeo ajeno;

Siempre me tuve por güeno

Y si me quieren probar

Salgan otros a cantar

Y veremos quién es menos.

10 a 12 de diciembre del 2022: La manija

En Buenos Aires, la “manija”, como se le dice en jerga argentina a esa expectativa que precede un momento importante, es desquiciante. En los restaurantes, bares y cafés, decorados todos con banderines, bombas y demás chucherías de colores celeste y blanco, no se habla de otra cosa que del Mundial. Comparado con lo que ocurre en muchos otros países, en Argentina impresiona que no sean sólo los hombres quienes hablen de fútbol: también las mujeres, e incluso las niñas, interceden con ánimo en la discusión. Una tarde, en un café, vi a una madre cantarle a su chiquilla, que tendría apenas dos años, una de las barras argentinas con el objetivo de enseñarle alguna palabra.

En las calles de la ciudad, el paisaje también es especial: nunca había visto tantas camisetas de fútbol ambulantes. Miles de personas cumplen sus obligaciones cotidianas portando con orgullo la albiceleste. Casi todas llevan el 10 de Messi en la espalda; sólo De Paul, Di María y Julián Álvarez tienen también algunos tímidos devotos. Pero hay algo más, algo muy especial, que, me parece, no sucede en casi ningún otro lado, porque la de los argentinos no es sólo una pasión irracional por la pelota: a los argentinos no sólo les gusta el fútbol, sino que también saben de fútbol. En efecto, no es inusual escucharlos criticar, con fundamentos, la disposición táctica elegida por el entrenador de su equipo, o teorizar sobre el rol del líbero en una defensa de cuatro, o deslizar alguna anécdota sobre la historia de los Mundiales. Y esto vale tanto para el obrero raso como para el ejecutivo del más alto nivel. Creo que este lugar privilegiado que ocupa el fútbol en su cultura explica por qué Argentina es, quizás, el país del mundo que mejores directores técnicos forma. Bilardo, Bielsa, Pékerman, Pochettino, Simeone, Scaloni... una lista –incompleta, por lo demás– de nombres de semejante estirpe no puede ser casualidad. Y no olvidemos a César Luis Menotti, el entrenador-filósofo, que en una ocasión, cuando era jugador, le contestó a un compañero que le reclamaba por no esforzarse más dentro del campo: “¿Además de jugar tengo que correr?”.

13 de diciembre del 2022: Una formalidad

La mañana de la semifinal contra Croacia, que sorpresivamente mandó a los brasileños a casa, mis amigos me anuncian que esa misma tarde tomarán un ferry hacia Uruguay. Estupefacto, les insisto en que se queden; intento hacerles ver que una oportunidad como esta probablemente no se repita. Ellos, inconmovibles, dicen que prefieren la tranquilidad uruguaya. Huérfano definitivamente en Buenos Aires, trabo amistad con otros viajeros del hostal y vamos a ver juntos el partido, de nuevo en Plaza Seeber.

No me detendré en el relato de este juego, porque está de sobra comprobado que mucho más interesantes resultan las narraciones de dificultades o tragedias que aquellas que versan sobre la prosperidad y la ventura. El partido contra los croatas fue un paseo por un campo florido en el corazón de la primavera, la contemplación de un atardecer con la persona amada. En su mejor partido del torneo, Argentina arrolló 3 a 0 a Croacia con actuaciones afrodisiacas de Messi y de Julián Álvarez.

Me limitaré a una observación literaria (es decir, pedante) sobre el resultado. Borges –quien se ofendería por traerlo nuevamente a colación, pues despreciaba fervorosamente el fútbol– escribió en cierta ocasión que “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”. En el Mundial de Rusia 2018, Argentina cayó 3-0 precisamente contra Croacia, en lo que fue el punto más bajo de un torneo muy decepcionante para los gauchos; ahora, esta victoria, por el mismo resultado, pero con vencedor invertido, significó una de las más extraordinarias exhibiciones de fútbol en una semifinal de una Copa del Mundo. Aquel luminoso ciego siempre tenía la razón

Tras el final del partido, vamos al Obelisco a celebrar. El ambiente es efervescente. La canción que se ha ido popularizando con el correr del torneo, la pegajosa “Muchaaachooos, ahora nos volvimos a ilusionar”, es cantada una y otra vez por los hinchas. Al regresar al hostal, con las piernas magulladas, me detengo un momento a meditar en lo que me espera: Argentina está en la final del Mundial y yo voy a ver el partido en Buenos Aires.

14 a 17 de diciembre del 2022: El fin justifica los medios

La capital está desbordada. Desde el instante en que terminó la semifinal, miles de argentinos de otras partes del país han llegado, al igual que muchos extranjeros. Todos saben que, en caso de obtener la victoria, Buenos Aires se convertirá en una desbocada fiesta. Esperando lo que ocurría contra Croacia, yo había reservado en el hostal de la Recoleta sólo hasta el 14 de diciembre y ahora debo mudarme, pues este ya está lleno hasta final de año. Pero la tarea no es sencilla: los alojamientos de la ciudad están a reventar. Finalmente, consigo una cama en un hostal del colorido barrio San Telmo. En él conozco a un chileno y nos hacemos amigos rápidamente.

La final se acerca, será el domingo 18 de diciembre, y hay que ganarla como sea. Para ello, todos los recursos son válidos, incluso, los sobrenaturales. Como buenos latinoamericanos, los argentinos son supersticiosos. Muchos tienen cábalas (o anticábalas), es decir, cosas que siempre hacen (o dejan de hacer) los días de partido y que, están seguros, afectan de manera definitiva el resultado. Algunas pueden ser realmente extrañas. Una noche, mientras comía en un restaurante, escuché a una mujer sentada en la mesa de al lado decir que una tía suya era muy pequeña cuando ganaron la final del 86 ­–la última que ganaron– y que, desde entonces, en su familia habían conservado el pañal que ella usaba aquella memorable jornada, y que, cada vez que juega su selección, lo acomodan a modo de reliquia junto al televisor. No me atreví a preguntar en qué estado se encuentra ese pañal.

18 de diciembre del 2022: La final del mundo

Es domingo, pero pocos domingos han sido menos domingos que este. Hoy nadie cumple el mandato divino de descansar. A las 12 p.m., hora local, Argentina disputará contra Francia la final del Mundial. Desde la madrugada me levantan gritos, trompetas y cánticos de aliento provenientes de las calles. La gente empieza lentamente a desplazarse al lugar escogido para vivir el partido.

Mi nuevo amigo chileno, un argentino que conocí en el hostal anterior y yo decidimos ir, una vez más, a Plaza Seeber. Llegamos dos horas antes del inicio del partido. El clima es ideal: soleado y unos agradables 28 grados. Todo parece preparado para que Buenos Aires se convierta en una gigantesca bacanal. En los minutos previos al partido, la ansiedad y el nerviosismo cortan el aire. Alea iacta est, boludo.

Al frente, nada más y nada menos, está Francia, actual campeón del mundo. Una selección que, desde el primer partido, demostró que su objetivo no era otro que repetir Mundial, algo que ningún equipo ha logrado desde que Brasil tocara el cielo en 1958 y 1962. Otra razón de peso inquieta a los argentinos: entre las filas francesas está Kylian Mbappé, para muchos el mejor jugador del planeta y que, a sus ¡23 años!, va por su segundo título mundial.

Pero los argentinos, como ya se ha dicho y como tantas veces lo han demostrado, no le tienen miedo a nada. Y lo dejan claro desde el inicio del partido, saliendo a jugar de forma maravillosa. El primer tiempo de Argentina será para siempre un ejemplo de cómo jugar una final de un Mundial: le propinan a Francia una lección de fútbol total a puro toque, velocidad y coraje. A los 23 minutos, Messi adelanta a su equipo con un dudoso –hay que decirlo– gol de penal; trece minutos más tarde, Di María, el hombre elegido por los hados para hacer goles en las finales, dobla la ventaja tras una hermosa jugada colectiva. En Plaza Seeber la gente entra en éxtasis. Después del segundo tanto, un argentino me toma de los hombros y me sacude mientras grita: “Pornooo, estamos viendo porno, hermano”.

En el arranque de la segunda mitad las cosas no parecen haber cambiado. Si bien redujeron la intensidad en la presión alta, los gauchos siguen controlando el juego y desperdician incluso un par de ocasiones que hubiesen terminado definitivamente la historia. No se veía a los franceses en semejante estado de indefensión desde la Segunda Guerra Mundial. El tiempo sigue corriendo y, a quince minutos del final, en Plaza Seeber se empiezan a escuchar gritos de “¡ooole, ooole!” que los hinchas argentinos cantan desde Catar. El ambiente es de fiesta, mucha fiesta. Y no es para menos: ir dos cero arriba en la final de un Mundial, estar bailando al rival, que es el actual campeón, y que además es la antipática selección francesa, que a nadie nunca le ha caído bien: el escenario soñado.

En esas estamos cuando a Argentina le sucede, como contra Arabia Saudita, como contra Países Bajos, una desgracia: en un dos por tres, en 95 segundos exactamente, Mbappé sale del letargo en el que había estado sumido todo el partido, marca dos goles y empata el partido. Y demuestra, una vez más, que en el fútbol los genios no necesitan estar enchufados todo el partido: basta con que se iluminen y en un instante hagan magia.

En Plaza Seeber las personas se miran desconcertadas. No puedo decir que estén enfurecidas o rabiosas. No: es asombro puro, incredulidad. Simplemente no pueden procesar lo que ocurre frente a sus ojos. Todo empeora cuando Francia, envalentonada con el empate, empieza a jugar, ahora sí, como un campeón del mundo, y se va con todo por la victoria. Los jugadores argentinos están confundidos, mareados, y la gente empieza a pedir que, por favor, esto se acabe de una buena vez. Sufriendo como nunca, el partido termina y esta final se convierte en la cuarta de las últimas cinco en irse al alargue.

Empieza el tiempo extra y el encuentro se equilibra. Argentina se sacude y, tras un par de acercamientos prometedores al arco francés, el grito de desahogo llega al inicio del segundo tiempo suplementario. Después de una jugada de equipo preciosamente hilvanada, Lautaro Martínez dispara con furia al arco, Lloris, el arquero francés, detiene el balón, pero el rebote le cae, a quién si no, a Messi, para que, con su pierna derecha, la menos hábil de las dos, que es como no decir nada porque qué pierna en el mundo no es menos hábil que la izquierda de Messi, marque el tercero de su equipo. Apoteosis en Plaza Seeber: ganar el Mundial con un gol de Messi en el tiempo suplementario es el cuento de hadas perfecto.

Pero este cuento tiene un villano muy cruel y se llama Kylian Mbappé. El nacido en París no baja los brazos y, a dos minutos del final, iguala el partido. 3 a 3. Francia se agranda de nuevo. Confieso que estos últimos minutos del tiempo extra son los únicos de todos los minutos de fútbol que viví en Buenos Aires en los que siento que a Argentina se le escapa el título. Cuando, al minuto 120+3, el atacante francés Kolo Muani queda solo frente al ‘Dibu’ Martínez, experimento la sensación, como pocas veces en mi vida, de que todo a mi alrededor se detiene, y que el tiempo, ese asesino que nunca da tregua, interrumpe por un instante su incansable marcha. Los espectadores retienen el aliento, algunos se toman la cabeza y, afortunadamente, porque quién sabe qué hubiera pasado si la cosa no acontecía como aconteció, el ‘Dibu’ detiene con su pie izquierdo, con un pie que le da la razón a Homero, quien dejó dicho en la Odisea que “no hay mayor gloria para un hombre, mientras viva, que la que haya conseguido con sus pies y con sus manos”, detiene, decía, el disparo que el francés le lanza a un costado y deja grabada en la retina del público una de las atajadas más importantes de toda la historia del fútbol. La gente grita aliviada y, coqueteando con el infarto, ve cómo, en el contragolpe de esa acción, Lautaro Martínez tiene, a su vez, la opción de hacer el gol de su vida, pero falla en el cabeceo. Con ese delirante último minuto concluye un partido de fútbol que nunca jamás se olvidará. La que ya es la mejor final de la historia de los Mundiales se definirá frente al pelotón de fusilamiento.

Me sorprende que, pese a lo definitivo de la instancia –la más definitiva de todas las instancias–, los argentinos parezcan, de nuevo, relativamente confiados. Saben que con el ‘Dibu’ Martínez es difícil perder en penales. El sorteo indica que Francia arranca pateando. Mbappé, cómo no, acierta el primer cobro. Es el cuarto gol de su noche en total. Un completo disparate. Responde Messi con su tercer gol del encuentro. Otro exceso. Sigue Kingsley Coman para Francia y empieza el show del ‘Dibu’: el disparo sale cruzado y atajadón del aquero. Dybala por Argentina. Gol. Tchouaméni por Francia. Falla. El ‘Dibu’ celebra con un baile genial, aprobado con carcajadas en Plaza Seeber. Leandro Paredes. Casi ataja Lloris, pero es gol. Kolo Muani. Gol. El turno es para Gonzalo Montiel, quien tiene en sus pies la gloria eterna. Me fijo entonces en un hombre de unos cuarenta años que evita obstinadamente mirar la pantalla: tiene los ojos cerrados y se aprieta con los dedos los costados laterales de la parte superior de la nariz, como si estuviera realmente enfadado y tratara de contenerse. Montiel nunca ha fallado un penal en su carrera, ha acertado los nueve que ha lanzado. Se alista, toma carrera, y ahí está: Argentina es campeona del mundo.

En Buenos Aires se desata la locura. Veo a mucha gente llorando, abrazándose, repitiéndose los unos a los otros, con asombro, con orgullo, como si fuera el hecho de poderlo decir en voz alta lo que finalmente lo hiciera real, “somos campeones del mundo, somos campeones del mundo”. Tras varios minutos de total algarabía, llega la ceremonia de premiación. Bajo la mirada del mundo entero, Messi, cubierto por una espantosa bata negra, levanta la copa más bella de todas. A sus 35 años, en el medio del camino de la vida, se desprende de las vestiduras de la mortalidad y se asegura para siempre un lugar en el Olimpo del deporte, desde donde lo saluda, con la mano, el Diego.

Los jugadores inician la vuelta olímpica y la gente en Plaza Seeber empieza a desplazarse hacia el Obelisco. La caminata es larga, pero vale la pena: la fiesta es monumental. Nunca había visto tantas personas reunidas en un mismo lugar. Durante el festejo vuelve a invadirme el sentimiento experimentado tras la victoria contra Países Bajos. Sé que esta es tan sólo una nueva demostración de la arrogancia del ego, un ejemplo más de que la vida es, irremediablemente, nuestra vida, pero me es imposible atajar el sentimiento que empieza a crecer desde lo profundo de mis entrañas y que me invita a abrazar la certeza irracional de que esta copa Argentina la ganó única y exclusivamente por mí, para mí. Para que pudiera estar en Buenos Aires durante estos irrepetibles días, para que luego pudiera hablar toda mi vida sobre ellos, para que pudiera revivir las fotos y videos de esos momentos, para que pudiera tener el descaro de escribir un texto como este.

Exhausto, regreso al hostal tarde en la noche. Entablo una corta charla con dos argentinos que viajaron dieciséis horas en bus desde Mendoza para ver la final en la capital. Les pregunto cómo vivieron el partido. Me contestan que lo sufrieron tanto que se habían sorprendido luego cuando, varias horas después de terminado el encuentro, al repasar el resumen de las acciones más importantes, se dieron cuenta de que no recordaban ni algunos goles ni otros momentos clave. Como si, debido a la enorme intensidad del partido y a la agobiante sensación de sufrimiento, su mente hubiera borrado ciertos episodios; como si, durante algunos pasajes de las casi tres horas que duró la final, hubieran entrado en una especie de trance.

20 de diciembre del 2022: Epílogo

El martes 20 de diciembre empieza a terminarse y, con él, mi estadía en Argentina; esta noche tomaré un ferry hacia Uruguay. Llevo apenas doce días en Buenos Aires, pero siento, física y mentalmente, que han sido por lo menos dos meses. Hoy fue otro día abarrotado de emociones: la llegada de la selección a la capital ocasionó un nuevo frenesí colectivo. Se calcula que entre cuatro y cinco millones de personas salieron a las calles a celebrar, y la exaltación llegó a tal punto que la caravana que transportaba a los jugadores se vio, de un momento a otro, atrapada entre un mar de gente, sin poder avanzar ni un centímetro más. La solución de las autoridades fue entonces tan pragmática como sudamericanamente surreal: los jugadores fueron evacuados en helicópteros de la policía.

Hacia el final de la tarde, de camino al terminal fluvial, me cruzo con cientos de hinchas. Pasan riendo, cantando. Me quedo mirando a un padre que lleva de la mano a su hijita, que no tendrá más de cinco años. Ambos llevan puesta la camiseta celeste y blanca, se ven felices. La imagen trae de regreso a mi memoria las palabras de la hija aquella tarde de octubre en Bogotá, frente al ataúd. Su padre no le falló.

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