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Seudónimos que se esconden en la literatura

Los seudónimos han sido mecanismos usados por gusto, lúdica, facilidad o necesidad. Esto hay detrás de esas decisiones que todavía se usan.

  • Editoriales como Destino y Seix Barral han hecho sus versiones de algunos de los textos que inicialmente fueron publicados con seudónimos.. FOTO cortesía
    Editoriales como Destino y Seix Barral han hecho sus versiones de algunos de los textos que inicialmente fueron publicados con seudónimos.. FOTO cortesía
08 de mayo de 2020
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Muchas veces, en la literatura, detrás de un nombre se esconde otro diferente. A J.K. Rowling, la creadora de la saga de Harry Potter le dijeron que firmar con su nombre de pila, “Joanne Kathleen”, no sería tan llamativo para “niños y niñas”. Es decir, que por llevarlo completo sus libros no se venderían tanto. Por eso lo abrevió a J.K., que era más neutral, según sus primeros publicadores, insinuando que podía ser bueno no saber si se trataba de una mujer o un hombre.

Su obra la ha convertido en una de las escritoras más reconocidas del mundo, así al principio no se supiera que se trataba de él o ella, y ahora Rowling usa, además, un segundo seudónimo. Algunas de sus novelas, las de crimen, están firmadas bajo el nombre de Robert Galbraith para diferenciar el otro camino que ya había trazado con la literatura fantástica. Bajo este segundo escribió The Cormoran Strike, una serie de libros que ya cuenta con cuatro partes.

Al principio no se sabía que detrás de ese nombre masculino estaba ella. Una de las pocas personas que sabía el secreto del seudónimo se lo contó a un periodista de un diario inglés y con un análisis cuidadoso de la escritura de Rowling con la de Galbraith con un software especializado quedó en evidencia.

Otro reconocido autor que le ha puesto un nombre distinto a su literatura es Stephen King, quien ha usado el de Richard Bachman intermitentemente. Lo usó por primera vez con Rabia en 1977 y lo ha retomado varias veces a lo largo de su carrera. Su hijo, Joe Hillstrom King, decidió acortarlo y dejarlo solo como Joe Hill con la idea de crear su camino en la literatura fantástica y desligarlo del de su padre.

La poeta chilena Gabriela Mistral asumió ese porque el real era muy largo y un tanto engorroso: Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga. Lo mismo sucedió con otro chileno llamado Ricardo Eliécer Neftalí Reyes, a quien se conoce mucho más por su seudónimo desde su adolescencia: Pablo Neruda.

Así como hubo muchos que lo cambiaron por gusto o quienes quisieron hacerlo para diferenciar sus escritos de otras personas o de sus trabajos previos, hay quienes no tuvieron otra opción si su misión era publicar. No son pocas las mujeres que en el siglo XIX sabían que el único camino era adoptar un seudónimo masculino.

¿Y por qué lo usan?

La decisión de nominarse y ser reconocido en la literatura no es tan simple. “El uso de un seudónimo no es en absoluto inocente, de fondo hay asuntos políticos, ideológicos, estéticos y lúdicos”, dice el profesor Richard Uribe de la UPB. Lúdicos, principalmente, porque “la literatura es un juego con el lenguaje, el autor juega consigo mismo, y esa perspectiva permite el humor, la irreverencia, la idea de convertirse en un ser anónimo”. Por ejemplo, en el caso de Rowling, le permitía ser una autora diferente sin la presión de repetirse.

Para Richard Uribe es como si el autor mismo se convirtiera en otro personaje desde el cual expresa otro pedazo de su pensamiento, sus quejas, sus burlas y hasta otras acciones que quizá bajo su nombre no haría. “Sirve para hacer una especie de escenografía consigo mismo”, algo que se aplicaba en el pasado y aún ahora, por eso sigue sucediendo.

Para el profesor del pregrado de Literatura de la Universidad Eafit, Jorge Uribe, este ha sido un tema recurrente en la literatura, “tiene que ver con una reflexión general sobre la autoría y la relación entre autores y obras”. Las razones para otra identidad frente a las páginas en blanco son muchas y diversas. Estéticas, dramáticas, políticas y algunas simplemente fueron resultado de un mundo, por ejemplo, en el que no se creía capaz a la mujer de escribir buena literatura.

Ella escribe, ¿o es él?

Ciertos registros destacados del uso de seudónimos los tuvieron varias mujeres del siglo XIX, para la mayoría no había muchas si querían ser leídas. La poeta y profesora de la Universidad de Antioquia, Selen Arango, cuenta que en Europa hubo varias que se atrevían a desafiar las reglas. “Publicaban con seudónimos de hombres porque las mujeres no podían escribir ni decir lo que pensaban y el que firmaba era su esposo, muchas veces”.

Un caso muy conocido en Francia fue el de Amantine Lucile Aurore Dudevant Nee Dupin, quien adoptó el nombre George Sands en las páginas. Usaba pantalones, fumaba, estaba divorciada y sin ningún problema escribió lo que quiso, así fuera en el marco de un nombre masculino. Tuvo un impacto en colegas suyos como Flaubert.

En Inglaterra Mary Shelley, hija de la defensora de los derechos de la mujer Mary Wollstonecraft, creó Frankenstein o el Prometeo Moderno siendo aún muy joven. “Inicialmente no lo firma, porque no se creía que ellas pudieran escribir o crear personajes tan redondos como Frankenstein”, cuenta la profesora.

La historia se repite con Mary Ellen Evans, novelista, poeta y ensayista, quien era George Eliot en Reino Unido. Evans, admirada posteriormente por T.S. Elliot, Virginia Woolf y Henry James, fue subdirectora de la revista Westminster Review. Era una ávida lectora y se le considera como una de las primeras en instaurar la novela moderna con obras como Silas Marner (1861) y Middlemarch (1871).

El rey de los heterónimos

Uno de los nombres más conocidos en portugués es el de Fernando Pessoa, cuya obra se divulgó mucho más de manera internacional después de su muerte. Aunque no solo la suya, también la de Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Bernardo Soares. Las palabras de ellos brotaban de una misma cabeza, fluían sobre las páginas a través de los mismos diez dedos, pero sus personalidades eran muy diferentes entre sí.

“En una primera etapa de su carrera no tiene conflictos con el término seudónimo”, cuenta Uribe. Álvaro de Campos fue el primero que usó, en 1915, aunque no se sabe muy bien por qué escogió un seudónimo en ese primer momento. Sin saberlo, ese otro yo literario salvó a Pessoa de un enredo político por un comentario que había hecho a nombre de Campos, pero el juego de los nombres fue adquiriendo otros colores y se fue haciendo más sofisticado. Dejó a un lado la idea del seudónimo y creó su propia categoría: heterónimo. “Abandonó la raíz seudo, de falso, y escogió pasar a la palabra hétero, distinto u otro”. Generó un contraste, dice, entre los heterónimos que fue creando y el ortónimo, que es como se refiere a lo que él escribe con su nombre propio.

Pessoa no los usaba a la ligera, ya no solo eran nombres, “sino que se vuelve todo un sistema de relaciones”, afirma Uribe, incluso la llegó a llamar conversación en familia. Ricardo Reis, escritor de un estilo más clásico, y Álvaro de Campos, con unos tintes un poco más futuristas, son alumnos de Alberto Caeiro, “esta figura medio mística, casi analfabeta y rural”, que era visto como un gran maestro y el de una obra “más relucida”.

En esta red, se evidenciaba que Pessoa buscaba “generar una especie de legitimación, que si no pasaba en la vida real, pasaba en la escritura”. A cada uno le da su espacio, su forma de escribir y aunque no todo se publicó mientras él estaba vivo, sus heterónimos lo acompañaron por más de 15 años.

“Cada lectura se vuelve insuficiente para crear esas identidades”, un texto lleva a otro para ir entendiendo cada personaje, así en la realidad física no exista. Para Uribe ese sistema de relaciones nunca acaba y ese es uno de los mayores encantos de la obra del portugués.

Así que no se confíe, detrás de ese nombre en el lomo o la portada puede haber otra historia además de la que el autor quiso contarle.

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