“Isaacs es hijo de judío converso y él tiene mucho de tornadizo. Ha sido realmente un hombre desgraciado, por su culpa y su mal carácter. En 1868 era conservador; sus partidarios lo enviaron al Congreso. Entonces escribió María que yo ayudé a corregir en prueba y sus primeras poesías. De la noche a la mañana se hizo liberal y masón y desde entonces se esterilizó por completo su entendimiento. Sin motivo alguno se hizo enemigo de la iglesia y hace gala de darwinista...”.
Así le escribía Miguel Antonio Caro a Victoriano Agüero en México, país que ya había publicado más de veinte ediciones de la novela. La carta, teñida de un velado desprecio y de un innegable antisemitismo, asegura que las razones políticas ocasionaron la pérdida de su inteligencia, como si tal cosa pudiera ocurrir. En realidad, un conservador, como el vicepresidente Caro, le reprochaba a un antiguo copartidario la valentía de replantear sus ideales, cambiar de partido y apartarse de la Iglesia. ¡Imperdonable apostasía, peligrosa deslealtad! Caro pasaba por alto el que Isaacs, precisamente gracias a su talento, hubiera escrito la más armoniosa y apasionante novela, celebrada en Bogotá aún antes de su publicación, cuando se leyó en voz alta ante el grupo de literatos de El Mosaico, en casa de una dama de la intelectualidad capitalina, doña Emilia Ortega de Carrasquilla. Tanto así, que de inmediato se decidió apoyar su publicación. Fue el propio Miguel Antonio Caro quien se ofreció a corregirla, con su hermana Margarita como mensajera entre la habitación de Isaacs, que sufría un grave ataque de malaria, y su estudio.
Durante aquellos años de supuesta esterilidad mental, Isaacs trabajó en otra novela, lamentablemente extraviada, salvo unas cuantas páginas de un primer capítulo. Camilo, era el título de la proyectada trilogía que tendría como tema las guerras de independencia y como inspiracióna José María Cabal, patriota valluno, fusilado por las tropas realistas. Además de esta segunda novela el entendimiento de Isaacs le permitía escribir de manera constante artículos periodísticos, algunos de los cuales están recopilados en La historia de la revolución radical en Antioquia, en El Escolar. Otros se encuentran en diversas publicaciones periódicas, en compilaciones o dispersos en bibliotecas. Muchos de ellos están relacionados con los problemas de la educación en el país, con sus exploraciones en la zona carbonífera del Norte de Colombia, con la cultura de los indígenas, con la explotación del oro. Sin olvidar su prolijo ensayo sobre las tribus indígenas del Magdalena, y el constante ejercicio de la poesía, además de ese gran poema en prosa, María, la novela que le permitió conocer el éxito, experimentar la envidia, el dolor de verla utilizada como un arma contra él por sus enemigos políticos y por aquellos que le granjeaba su carácter recio, su manera directa de hablar.
Años después de publicada María, la misiva de Caro llegaba al exterior en el momento más difícil de la vida de Isaacs: había sido expulsado de la política, razón de ser de su convencimiento patriótico, además de la posibilidad de aportar su sueldo a la familia, sumida en la ruina económica. El ostracismo se debió a un acto de soberbia desobediencia, cuando se negó a seguir las directrices del gobierno nacional para proclamarse Jefe Civil y Militar del Estado de Antioquia, después de deponer al presidente de dicho Estado, Pedro Restrepo Uribe, con la idea de evitar que el gobierno de esa región cayera en manos de los partidarios de Núñez, y por ende de Caro, y por añadidura de la Iglesia, fuerzas contrarias al liberalismo radical. La carta lo encontraba envejecido, enfermo, en una especie de exilio en Ibagué, gracias en parte a la caridad de los amigos, en parte a un almacén de miscelánea que tenían sus hijos en el marco de la plaza del pueblo. Estaba a punto de sucumbir a la enfermedad del bosque, la terrible malaria que lo atormentaba desde antes de los treinta años, cuando en la selva, como inspector de los trabajadores que abrían el camino de Cali a Buenaventura, atenazado por la nostalgia del paraíso perdido, escribió una novela que ha sido traducida a treinta idiomas y editada más de ciento cincuenta veces, que se ha leído con pasión, con admiración y con interés que no decae, tal como sucede con las verdaderas obras maestras.
Luego de su publicación, María conoció el más estruendoso éxito y también una avalancha de críticas. En Bogotá, Isaacs era aclamado como un héroe. Pero hubo voces que se opusieron al libro. En el Valle del Cauca los círculos conservadores, aquellos compuestos por personas que compartieran con Isaacs el tiempo de la juventud, lo castigaban por haber cambiado de partido, atacándolo en lo que más dolor podría causarle: la novela. Aseguraban que había sido escrita con la finalidad de restablecer el prestigio de la familia Isaacs después de la estrepitosa quiebra de don Jorge Enrique, su padre, de la pérdida de las doce mil hectáreas de tierra que habían hecho del patriarca un señor feudal y de sus hijos una familia de desposeídos. María era para algunos un entretenido romance, sin ningún valor literario, o peor aún, un plagio, pues el verdadero autor era su hermano Alcides, profesor de gramática en el colegio de Santa Librada. Poeta que huyó de la notoriedad, quizás para permitir que María brillara sola, sin dar lugar a comparaciones. El propio Tomás Cipriano de Mosquera, al ofrecerle a Isaacs el cargo de Inspector de Instrucción Pública en el Valle del Cauca, aseguró que lo hacía con reservas, pues a fin de cuentas era solo un “autor de novelas”.
Los logros de este autor de novelas en el desarrollo del país fueron tan importantes como su libro. Isaacs sugirió mejoras en la producción del azúcar, en la agricultura, impulsó la construcción de ferrocarriles, se ocupó de la instrucción de las mujeres, los indígenas, los artesanos, los negros. Se desempeñó como diplomático en Chile, se batió con vigor en el Congreso por los ideales de su partido, hizo que el gobierno reconociera la existencia de las riquezas carboníferas de la Costa Atlántica, se preocupó por conocer y documentar la lengua, las costumbres, los mitos y leyendas de las tribus indígenas de La Costa y de algunas del interior del país, incursionó en la minería del oro. Además, como todo un héroe del siglo XIX, vivió entre la pluma y la espada, batiéndose en cinco guerras civiles de las cuales logró salir sin un rasguño.
Hay que imaginar a este infatigable poeta, recorriendo el país de un lado al otro a lomo de mula, con la novela que releía en momentos de abatimiento en las alforjas, enfermo o a punto de sufrir una recaída del mal que finalmente habría de quitarle la vida, pasando por valles y montañas, vadeando ríos, salvando precipicios, alimentándose mal, bebiendo agua de los arroyos o de los charcos de lluvia, temblando de fiebre, abrasado por el calor de las selvas o tiritando por el frío de los páramos. Entonces recordaría aquella primera lectura de María ante los exigentes integrantes de El Mosaico, que se vanagloriaban de haber descubierto a un maestro de las letras colombianas, la satisfacción de verla publicada en aquel año para él inolvidable de 1867, en la imprenta de Benito Gaitán, en Bogotá. Ochocientos ejemplares que se vendieron en cuestión de meses, sin que por ellos, ni por las sucesivas ediciones en Colombia y en el exterior, Isaacs recibiera jamás un peso.
En sus correrías por el país llevaría consigo, recobrado gracias a su prosa, el paisaje de su niñez, el olor de la miel en los trapiches, el sabor de los frutos del huerto, las relaciones familiares, las particularidades de un sistema económico obsoleto, pintado con los colores más brillantes. Un mundo, una forma de vida. También, una parte trascendental de la historia del país. El triunfo, y el arma para que los enemigos la blandieran contra él. Pues tal como un día le escribiera a su amigo Luciano Rivera Garrido: “¡Siempre aquel libro en boca de los que quieren dañarme!”
Si María es un obra maestra para el lector atento, para aquel que no se deja influenciar por el lugar común que la reduce a una novela de amor pasada de moda y reconoce que es un libro de obligada lectura por sus múltiples aristas, por su lenguaje preciso, por su estructura impecable, por la manera policroma de dar vida a un universo, para Isaacs fue motivo de consuelo, de compañía, de íntima alegría, pues había dado cumplimiento a un sueño totalizante, ineludible. Fue tal su compenetración con la trama de la novela y con sus personajes, con Efraín, tan semejante al propio autor, con María a quien el joven hacendado debía amar sin esperanza. En muchas ocasiones, llegó a referirse a ella como si de una persona de carne y hueso se tratara. Así lo demuestra la correspondencia con el pintor Alejandro Dorronsoro, quien después de leer el libro había pintado un cuadro de María que Isaacs quiso comprar, pero no pudo pagar. Empeñado en que le hiciera otro a cambio de ejemplares de la novela, negocio que tampoco se concretó, le escribió estas líneas conmovedoras, que hacen pensar en Flaubert cuando aseguró que, “Madame Bovary soy yo”:
“¿Tiene concluido el retrato de María? ¿Está usted plenamente satisfecho? Le quedaron de mano maestra, como era de esperarse, las modificaciones muy ligeras que indiqué? ¿Están aquellos ojos tan bellos, dulces y castos, radiantes de inocencia y amor como en el otro cuadro? ¿Así los cabellos? ¿Así los vírgenes labios, que ya van a sonreír... y no sonríen, así la frente de ángel, que ya trasluce sueños y tristezas del alma de la mujer?”.
Palabras que son una invitación a encontrarse en las páginas de María con la joven hebrea y su ambigua posición en la familia adoptiva, con Efraín y su amor prohibido, con los padres, las hermanas, los servidores, los colonos, con sus vidas, sus secretos, sus ideales. Participar de los paseos por el huerto, de las cacerías, adentrarse en un paisaje que hasta ese momento parecía indescriptible de tan majestuoso, con un mundo que a pesar de los cambios de la Historia sigue allí, gracias a una de las plumas más prodigiosas de nuestra literatura.