“Eleleleleleleeele, quiébrelo pa la izquierda, pa la izquieeeerda. Listo, listo. Ahora derecho, dereeeeechooooo”, le grita a Michelle Pino, un hombre de mediana edad, brazos cubiertos con las mangas de los motociclistas, camisa verde, gorra de dos colores y el rostro tostado por el sol de Santa Fe de Antioquia. Ella mueve la cabrilla y el Azulejo, la chiva cargada de cuerpos sudorosos —los hay hasta en el techo— y costales, se mueve unos metros.
Los viajeros se afanan para agarrarse de los pasamanos o meterse en cualquier resquicio. Las voces de los vendedores ambulantes y las despedidas de los vecinos inundan el parqueadero de la casa campesina, el sitio en el que los labriegos de la zona esperan, bajo las sombras de dos o tres árboles llenos de iguanas, las escaleras (el otro nombre de las chivas), que los llevan entre nubes de polvo y bamboleos a sus casas de la montaña. Con un largo chillido el Azulejo les anuncia a las motos, a los viandantes y a los carros su entrada al tráfico del pueblo. Michelle mueve la palanca de cambios y toma la ruta.
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Adelante, al lado de la conductora, dos embarazadas se ponen al día en una charla con pocos puntos suspensivos. Una de ellas estudió en el colegio de la vereda con Michelle. También ahí está Lulú, una perrita de pelaje rubio que hace las veces de copiloto. Cada tanto Michelle pasa los dedos por el lomo de la cachorra: cuando lo hace el rostro y la voz se le dulcifican.
“Lulú vive conmigo, es muy tierna. Ella se deja robar: saluda a todo el mundo y le busca juego. Cuando tengo viaje se despierta temprano, a eso de las dos y media o tres de la mañana”. Lulú está hecha un ovillo. El Azulejo deja atrás el asfalto y transita por una trocha. Los pasajeros de la parte delantera del bus estamos expuestos a la radiación de dos soles: el de arriba y el motor de 1965 que consume en cada jornada entre cien y ciento cincuenta mil pesos de acpm.
“Pareeeee, pareeee”, grita el ayudante y la gente le hace eco. Michelle presiona el freno. Unos pasajeros se acercan a uno de los lados de la escalera y saltan. Los que tienen la elasticidad para hacerlo. Los ancianos y las embarazadas se aferran a las manos estiradas de los ayudantes. Ya en el suelo reciben los bultos y las maletas.
Algunas paradas son cortas, suspiros. Otras tardan minutos. No hay protestas, al menos en la parte delantera no se escuchan. Aprovecho la interrupción para preguntarle a Michelle cosas del oficio de conducir un carro tan grande por vías tan estrechas. En esos intervalos cuenta que el interés por los carros nació en el taller de su abuelo materno, en el que trabajó los domingos de la infancia para hacer apetecibles los descansos del colegio gracias a las compras de gaseosas o mecato. Luego, su papá —Uriel Pino— le enseñó los rudimentos de la conducción. Lo hizo de la forma antigua: soltándole un carro.
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“Deleeeee, deleeee”, se desgañita el ayudante. El Azulejo reinicia la marcha. El carro pasa por filos en cuyo fondo el río se enrosca y Santa Fe es una exhalación. “Si la llanta pasa muy cerca del volao, se devuelve y se abre otro poquito, me dijo mi papá cuando me dejó llevar una carga de abono de El Pedregal al Pescador”, recuerda Michelle mientras endereza la trompa de la escalera para seguir con el ascenso.
Con cada kilómetro dentro de la cordillera el calor afloja la mordida y la gente ya no pasa con tanta frecuencia trapos por las frentes y los cuellos. Sin embargo, la aguja de la temperatura del motor marca un número de peligro. Michelle apaga la escalera y el hombre de camisa verde levanta el capó y le echa agua al depósito conectado al radiador. El líquido se evapora en dos parpadeos. Hay suspenso.
El estado de las vías y los contratiempos de las rutas obligan a los viajeros a armarse de paciencia antes de emprender el camino. No tienen de otra. Hay sitios de la geografía antioqueña a los que solo llegan estos armatostes. El carro se mueve y la gente suelta un suspiro de alivio.
Otra parada para bajar unos bultos y unas tejas. Le pregunto a Michelle por sus planes. Dice que quiso estudiar veterinaria, pero la plata no le alcanzó. Se decantó por la enfermería. En noviembre —calcula— recibirá el diploma. ¿Y querés seguir con la enfermería o seguir acá, manejando?, le pregunto. “No sé. En la enfermería y en la escalera soy muy feliz. Ojalá pudiera hacer las dos cosas, pero la vida no es como uno quiere”, dice, repitiendo el pragmatismo que le inculcaron.
Arranca El Azulejo, que antes se llamaba La Consentida. El cambio de nombre fue decisión del papá de Michelle. A ella le gustaba el anterior. Y sí, el nombre estaba a tono con un carro con dibujos en la carrocería y que tiene en una de las puertas delanteras la foto ampliada de Michelle a los quince años.
“Soy la mujer más joven en manejar estos carros por acá. Le manejo el carro que me ponga. Supongo que eso le da orgullo a mi papá. Creo que él pensó que aquí estaría mi hermano. Y no. Estoy yo”, dice Michelle al tomar la curva que lleva a La Tolda. Aprovecho la cercanía de la antigua compañera del colegio para preguntarle si quiere ser mamá. “Noooo, estoy muy joven. Tal vez más adelante, a los veinticinco”, responde. ¿Y cuántos años tiene?, le pregunto. “A finales de julio cumplí 20”. La ruta sigue. Al oír el motor la gente de las veredas se asoma por las ventanas de las casas o se acerca al borde de la vía. Por acá el tiempo corre distinto. Eso dice el cliché, que parece dar en el blanco.
En La Tolda el fotógrafo Carlos Velásquez le pide a Michelle bajarse para hacerle un retrato en la parte delantera del carro. Se me ocurre sumar a la fotografía al padre. ¿Y su papá? “Él está por allá”, dice ella, mientras le da de beber a Lulú, sin mucha intención de ir por él o dar detalles. Le pido a un tipo de la vereda las indicaciones. “Es el señor de allá”. Me acerco a un hombre en bermudas. Con un apretón de manos me presento y le cuento la idea de la foto junto a la hija. “Sí, espere me pongo unos pantalones”. Entra a una casa cercana y aparece a los cinco minutos. Al pasar por el carro, toca una de las llantas de El Azulejo y, a modo de saludo, le dice a Michelle: “Esa llanta está muy bajita, ¿no?”. Ya en el sitio, por fin, sonríen.
El Azulejo continúa sin nosotros. Al saber que somos periodistas, un hombre con voz de fumador se acerca y nos propone hacer una nota sobre las cascadas que hay en la zona. “Son las más bonitas de Santa Fe. Queremos que la gente las conozca”, dice.
Desde la distancia vemos el montoncito de casas de Sabanas, ubicado en un recodo de la montaña. Allí desciende la mayor parte de los pasajeros. También se baja la carga. Michelle deja el carro en un potrero y se devuelve en una moto a La Tolda. Cada quince días, los jueves, viernes y sábados, ella lleva pasajeros y carga desde las veredas El Pedregal, La Tolda y Sabanas hasta Santa Fe de Antioquia. Y a la inversa. Por estos viajes gana ochenta mil pesos. Con ese salario solventa su vida de mujer soltera e independiente. “Desde que trabajo me pago mis cosas”, dice.