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Cartas a puño y reja, un libro que le da voz a mujeres presas

La periodista Carolina Calle, que lleva años dedicada a hacer cartas por encargo, publicó en un libro las piezas que escribió con once mujeres que estaban en la cárcel.

  • Carolina Calle tenía citas individuales con las reclusas afuera de la biblioteca del penal. FOTO Cortesía
    Carolina Calle tenía citas individuales con las reclusas afuera de la biblioteca del penal. FOTO Cortesía
06 de febrero de 2023
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A Carolina Calle (Medellín, 1985) siempre le ha gustado pasar tiempo en la cárcel. Cuando tuvo que hacer sus prácticas universitarias, en lugar de buscar un gran medio para redactar noticias o una empresa importante para hacer boletines internos, se presentó a la Cárcel de Bellavista, en Bello. Allí, durante casi un año hizo cortometrajes donde los reclusos eran los actores, los guionistas y los realizadores. Desde entonces, en la última década ha regresado con frecuencia a los centros de reclusión del departamento en busca de historias para sus relatos.

En el 2019 la invitaron a dar un taller de escritura de cartas a la cárcel de Pedregal, que Calle describió en una de sus crónicas como un “lugar de rocas”. “Un sitio duro y frío rodeado por la neblina en donde en las mañanas la vista es turbulenta y todo es blanco hasta que los gallinazos sobrevuelan y rompen las nubes”.

De ese taller le llamó la atención un grupo de más o menos quince mujeres que no sabían leer ni escribir, a quienes se dedicó a escuchar. En esas mujeres analfabetas estuvo pensando Calle durante casi dos años, en especial durante la pandemia, cuando las visitas a la cárcel se suspendieron y eran muy pocas las reclusas que podían hacer una llamada y comunicarse con el mundo exterior.

El reglamento del penal establece que todos los reclusos tienen derecho a comunicarse por escrito con el exterior sin limitaciones en cuanto al número de cartas que puedan escribir, remitir o recibir, pero, “¿qué pasa si no sabes leer ni escribir?, ¿a dónde van las palabras que no se dicen?, ¿a dónde van esas letras que no se escribe?”, se preguntaba Calle.

Por eso volvió a buscarlas casi dos años después, a finales de 2021, para ayudarles a escribir las once declaraciones de amor que componen Cartas de puño y reja, el libro autoeditado que publicó el pasado diciembre. “Este epistolario de cárcel trae reportajes de la ausencia, crónicas de encierro, cartas de puño y reja”, reza el prólogo.

Calle escuchó en sesiones privadas, sin afán, como en un confesionario, a estas once mujeres en una pequeña sala de espera a la entrada de la escuela del penal, a la salida de la biblioteca, en un rincón vigilado con cámaras de seguridad y a la vista de todo el mundo. “Mi esquina tiene una mesa de plástico cubierta con un mantel azul por encima y uno blanco por debajo. Aunque las paredes tienen oídos y miradas encima, hablamos con confianza”, escribió en una de sus crónicas carcelarias.

Hay cartas para las madres, para las parejas, para recuperar la calma, para hijos vivos y muertos, para un compañero de causa o para buscar una señal de vida. Calle no les preguntó por qué estaban allí ni si eran culpables o inocentes. A las remitentes, en su mayoría, tampoco les interesó quejarse de los maltratos que recibían o de las peleas en que se metían. En cambio, dedicaron sus escritos a contar que ya se habían vacunado contra el Covid, que estaban yendo a la escuela, que ya sabían escribir sus nombres, sumar y restar, que extrañaban la comida.

“Extraño el tinto que nos tomábamos juntos con dos cucharaditas de azúcar antes del amanecer. Extraño el desayuno con huevo frito, carne y arepa amarilla. Extraño que mi padrastro me diga “negra”, o que el niño me llame por mi nombre. Extraño llevarlo a la escuela y bañarnos en los charcos. Extraño darles comida a los perritos, a los pavos, a los paticos y, sobre todo, a las gallinas. Extraño los vallenatos románticos. Cantarlos y bailarlos junto a los cafetales”. Le escribió una mujer de 31 años, mirada rasgada, cejas tupidas y lunarcitos en la piel a su madre, su padrastro y su hijo pequeño. “Me sueño con estar contigo siempre, comernos unas salchipapas con mayonesa y tomarnos una Coca-Cola fría”: Le escribió otra madre a su hija en su cumpleaños número 16.

En las misivas también hay muchas preguntas que llevan años buscando ser respondidas, cargos de conciencia y actos de contrición: “Te pido perdón porque uno como madre también se equivoca. Perdón por tanta cantaleta, perdón por ser tan mandona”, le escribió una madre a su hijo en su primer aniversario de muerte. “¿Qué ha pasado con la enfermedad?, ¿si la pudieron operar?, ¿qué le han dicho del cáncer? Me da hasta susto preguntar y no tener ninguna respuesta.

¿A qué número puedo llamarla?, ¿dónde puedo encontrarla? Escribió una mujer que llevaba meses sin saber nada de su madre, ni de nadie. Una mujer que no sabía ni leer ni escribir, que no recordaba ningún número de teléfono ni una dirección. Solo sabía que la casa de su madre era de madera con techo de zinc y quedaba cerca de una estación de gasolina en algún lugar de Sucre. Esta carta se llama “Carta en busca de una señal de vida” y es, quizás, la que demuestra más desespero y desasosiego. Cada frase puede leerse como un grito de auxilio: “Yo tengo la moral muy bajita, mamá. Acá estoy pagando todo lo que no hice. Todos los consejos que no escuché. Le cuento que mi exmarido me dejó tirada. Nadie me visita. No me llama nadie. No tengo a nadie que me diga “te estoy esperando” o “te quiero mucho”. Me siento sola”.

Después de entrevistar a cada una de las reclusas como si se trataran de la fuente principal de una profunda investigación periodística, Calle escribió las cartas a computador y volvió con ellas a editarlas. Después de tener la versión final de cada una, hizo una convocatoria por sus redes sociales para que quien quisiera pudiera transcribir alguna carta. Más de 30 personas participaron y al final alcanzaron manos para escribir dos copias de cada texto. Una para el destinatario y otra para el remitente.

Una vez con las cartas escritas a mano, Calle buscó a los destinatarios para hacer las entregas. La mayoría fue fácil: iban para alguien dentro del mismo penal, para un familiar que vivía en la misma ciudad o fueron simplemente enviadas como fotos a un chat de WhatsApp. Salvo tres misivas que no tenían dirección ni teléfono de entrega. Solo algunas indicaciones vagas del paisaje.

Por ejemplo, de la casa de Gloria, la mujer de cejas tupidas que extraña el tinto y los vallenatos románticos, solo sabía que quedaba en un municipio del occidente antioqueño, al frente de unas banquitas de madera desde donde se puede ver el atardecer. Carolina llegó hasta allá, dio las buenas nuevas y escribió otra epístola de respuesta. Lo mismo hizo hace un par de meses con las dos que le faltaban: una con destino en Ciénaga, Magdalena, y la de Sucre.

Sin embargo, esa última, la Carta en busca de una señal de vida, se extravió en su camino de regreso y es ahora una botella en la mitad del océano. Cuando Carolina regresó a Pedregal con las respuestas que venían desde la casa de techo de zinc cerca a la estación de gasolina, no encontró rastro de la remitente original: la habían liberado. Desde entonces, es la madre la que busca una señal de vida de su hija, y entonces Carolina Calle pasa cada tanto sus tardes buscándola en el centro de Medellín.

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