Aunque pretende ocultar el agotamiento, a Rodrigo Alonso Sánchez se le nota que ajusta tres días sin dormir. Sin embargo, no ha sido una vigilia tranquila: el silletero, vestido de carriel y sombrero, entra y sale de las habitaciones con paquetes atiborrados de flores, saluda a los turistas que se enfilan a su paso, sonríe para las fotos y estrecha las manos de viejos amigos.
En el hogar de los Sánchez, una finca en lo alto de la vereda San Ignacio del corregimiento de Santa Elena, se vive una fiesta entre los visitantes que se reúnen –en una suerte de ritual– a observar la construcción de las silletas en la noche previa al Desfile.
Rodrigo no tiene mucho tiempo para bailar o celebrar. Sujeta el bisturí, corta y pega las flores sobre el armatoste de madera. Esquiva como saltimbanqui la manigua de hojas y pétalos que se acumulan sobre el piso, a medida que los botones son separados de sus tallos.
“Es mucho trabajo, son demasiados detalles. Ya tengo ganas de irme a descansar”, dice el silletero, tras varios días de quehacer en vela, “pero sería un mentiroso en donde dijera que esto lo hago solo. No sería capaz”.
Y es que la noche silletera es, ante todo, una celebración familiar en torno a la única misión de que la obra esté lista a tiempo. Participan los niños, primos, abuelos, cuñados y hasta los suegros.
Por pura tradición
Todos los Sánchez llevan consigo el legado silletero, a fuerza de sudor, quereres y herencias. El abuelo, David Emilio Sánchez, fue uno de los fundadores del Desfile y su descendencia (entre ellos el padre de Rodrigo, silletero por más de 30 años) impregnaron la pasión por las flores a más de 26 hijos, dedicados al oficio.
Rodrigo Alonso, quien ya suma 18 años cargando el peso de su creación en este evento, construye este año una silleta artística. Cuenta que 15 veces han regresado a casa como ganadores o finalistas y que lo único que tienen pendiente es corononarse como campeones absolutos.
Mientras discute con su esposa Sandra Hincapié sobre cómo fijar una figura en la estructura sin que tambalee, su hermano, Juan David Sánchez, elabora otra silleta del mismo tipo. Con silicona fija las pequeñas flores sobre el armazón, en las que resalta el botón verde, que para él simboliza las montañas de la tierra antioqueña. Su diseño le tomó 15 días y es la representación del encuentro entre dos barrios de Medellín separados por “fronteras invisibles”, que han decidido reencontrarse más allá de las disputas.
“Lo que trato de plasmar es que no vale la pena seguir peleando ni disputando territorios. Somos una misma familia”, cuenta Juan David. En la fabricación incorpora más de 40 variedades de flores, entre las que se destacan el statis morado, las rosas, la palma araucaria y los pinochitos.
La noche avanza y el cansancio se vuelve evidente. “Ahí vamos, lento pero seguro”, indica Juan David. Turistas y amigos se suman a la empresa de fijar las flores faltantes sobre la silleta.
“Cuando la vean con la cinta ganadora, qué bueno que todos los que ayudaron digan: ‘yo puse una flor ahí’”.
A eso de la medianoche, Rodrigo pega la última de las flores a un entramado terminado de más de 30.000 botones. Lo siguiente, por supuesto, es jugársela por unas insuficientes horas de sueño.
Juan David dice que su finca silletera lleva el nombre de El Mirador porque las luces de la ciudad se alinean a lo largo y ancho de la urbe y sobre las periferias, en una vista privilegiada.
Al amanecer, cuando el cielo es casi una bóveda anaranjada, los dos silleteros descienden con sus creaciones, entre las hileras de algunos visitantes que pasaron la noche en fiesta y los aplauden a la distancia. Han dormido poco, pero Marleny Sánchez, su madre, los espera en el cruce de caminos, a las afueras de la finca, justo antes de que se suban a las camionetas que han llegado hasta el corregimiento para transportarlos.
“Cuando regresan a la finca es la satisfacción del deber cumplido, independientemente de si les va bien o no”, comenta ella, una mujer que fue silletera durante 25 años.
Antes de irse, Rodrigo y Juan David se despiden entre abrazos. “Este año sí es, este año ganamos”, grita alguien, desde lo alto de El Mirador. “Mi Dios me lo bendiga, hijo”, le susurra Marleny a Rodrigo, en una mirada cómplice.
Y llegó el domingo
Las camionetas se alejan. Sandra Hincapié comenta que, a pesar de que tanto esfuerzo terminó, el descanso aún no llega. “El lunes salimos a trabajar normal. Nos toca esperar hasta el otro fin de semana para tirarnos a la cama”.
Uno de los turistas coincide con ella y, entre vítores y emociones, comenta: “Si este año quedamos de absolutos, nos emborrachamos... Y luego, a trabajar”.
Después de seis horas, sin embargo, y ya cuando ha pasado la mañana del domingo, la silleta de Juan David, un homenaje a los aires de reconciliación que necesita la ciudad, no fue la ganadora absoluta, si bien terminó finalista en la categoría Artística, con el cuarto puesto. Entonces hay que sumar una vez más, la 16, que vuelven entre los mejores.
La Feria terminó. También ese amanecer en el que nacieron en Santa Elena, enfrentadas al azul del cielo, cada una en su finca y con su silletero, y lista para mostrarse en las calles de Medellín, 510 silletas.