Corría el año 2000 y en la Universidad de Alcalá, en Alcalá de Henares (Madrid, España) cuna de Cervantes y uno de los claustros más antiguos de Europa, se desarrollaba uno de tantos foros sobre Derechos Humanos que tanta audiencia tienen en el primer mundo, máxime cuando se trata de denunciar su violación por parte de los Estados subdesarrollados. Pero esa vez el foro no era organizado por una de tantas entidades que pululan en el viejo continente, que veían en dichos eventos una fabulosa forma de financiación. Era organizado por la propia Universidad y por organismos de reconocida trayectoria. Aparte de los consabidos discursos que académicos y activistas repetían –y repiten aún– denunciando las violaciones a los derechos humanos únicamente cuando provienen de actores estatales, sobresalió el discurso lúcido, ilustrado, tranquilo, del entonces magistrado de la Corte Constitucional de Colombia, Carlos Gaviria Díaz. Profesor de reconocidas credenciales académicas, al fin y al cabo. Explicó allí en qué consiste el valor universal de los derechos humanos, y por qué cualquier grupo organizado de poder que cometa violaciones flagrantes sobre los derechos de la población merece la misma condena moral.
Si bien hasta 1993 la figura de Gaviria Díaz era reconocida en el ámbito académico, como profesor de Filosofía del Derecho, como activista por los derechos humanos y como vicerrector de la Universidad de Antioquia, fue a partir de su posesión como magistrado de la Corte Constitucional que adquirió reconocimiento público nacional. Y no por poca cosa: efectivamente, sus sentencias en materia de constitucionalidad y de tutela rompieron moldes y generaron amplios debates. Debates que aún no se apagan.
No era habitual una figuración pública de tal visibilidad por parte de un magistrado de alta corte. Al punto fue, que de allí salió directamente a hacer política proselitista, en una coalición de izquierda, llegando al Senado en 2002. Ese paso de la jurisprudencia a la curul, prevalido de la imagen conferida por la resonancia de sus sentencias, fue materia de críticas por parte de sus contradictores, que siempre los tuvo.
¿Y por qué tanta visibilidad como magistrado? La tuvo tanto por casos puntuales (despenalización de la dosis personal de estupefacientes, despenalización del homicidio por piedad), como por la concepción jurídica que defendió y que a la larga se impuso en la Corte, creando una gran transformación en nuestro ordenamiento jurídico: el Nuevo Constitucionalismo, o para otros, el derecho de los jueces.
En síntesis, la tesis de Carlos Gaviria (que se puede resumir en el enjundioso artículo que escribió para EL COLOMBIANO el 6 de febrero de 2014), compartida por otros magistrados, es que el juez constitucional tiene facultades para generar cambios sociales, a través de órdenes de obligatorio cumplimiento tanto para las autoridades públicas como para los particulares. Y para ello el juez debe echar mano de los principios axiológicos consagrados en la Constitución, que asume la categoría de norma directamente aplicable. El cambio que eso ha significado para el país ha sido enorme. No necesariamente bueno en todo sentido, pues ha dado paso a una Corte Constitucional legisladora, que puede arrogarse la facultad de generar normas de obligatorio cumplimiento y efectos generales cuando así lo disponga, o cuando las leyes vigentes no se ajustan a los fines que la Corte considera buenos.
Tenía la ventaja de gozar de un bagaje intelectual privilegiado, producto, cómo no, de su propio esfuerzo y de su afán de conocimiento y estudio. Las sentencias que recopiló luego en “Herejías constitucionales” (Fondo de Cultura Económica) están elaboradas con una estupenda factura no solo intelectual sino idiomática. De ahí que quien fuera a debatir con él sabía que tenía que armarse de buenas razones, de argumentos de peso. Desde una posición de izquierda repudió la violencia como medio de lograr fines muy alejados del humanismo. En su ejercicio político no incurrió en la subasta de propuestas ni quiso ser alineado con los “antipolíticos”, ni mucho menos incurrió en payasadas o extravagancias para hacerse entender. Usaba un lenguaje directo, culto, sí, incluso erudito ante auditorios más selectos, con las dificultades que en el medio electoral ello acarrea en la cabal recepción del mensaje.
No abunda en el medio judicial ni mucho menos en el político un intelectual de quilates, cuya formidable biblioteca no era de ornato sino espacio vivo de permanente búsqueda de saber. A partir de hoy se pierde una voz lúcida, que igual iluminaba que daba razones para la discrepancia y el debate de ideas.