De las vidas despedazadas que se llevó el río, Mery hizo poesía. Del cerco y la humillación pública, El Sinaí hizo una sonata. Con el arte como trinchera y el convite como estrategia este barrio, o mejor este rejunte de casas y callejones estrechos, resiste al asedio de un río que los invade y de una ciudad que los niega.
En la primera noche de este mes de agosto 57 casas en las que habitan 198 personas quedaron bajo el agua y el barro. Dicen que es la peor inundación que recuerdan. Pero dicen también que es la mayor muestra de solidaridad que han recibido.
Antes de que el agua les dejara salir de las casas a buscar y ofrecer ayuda, desde los chats de vecinos y algunas organizaciones amigas ya se coordinaban los siguientes pasos. Doce familias se encargaron de lavar y rescatar la poquísima ropa que se salvó; la primera colecta sirvió para comprar ropa interior para todos los habitantes de la cuadra más afectada que se quedaron sin más que lo que llevaban puesto. En las horas y días siguientes llegaron los bultos de ropa donada y comida para 180 familias.
Después de la inundación vino la penumbra por miedo a las descargas eléctricas. Las mujeres salieron a organizar refrigerios y actividades para los niños, mientras las horas de trabajo entre vecinos disipaban escombros y barro para recuperar la modesta pulcritud de siempre.
Volverán a inundarse, lo tienen clarísimo. Y volverán a levantar lo que haya que levantar, tal como lo hicieron en las doce inundaciones que han padecido.
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El Sinaí es un asentamiento que empezó a armarse en Santa Cruz, al borde del río Medellín, hace unos 35 años. Desplazados de varias subregiones, pero también de Córdoba, Bolívar, La Guajira, Chocó y migrantes venezolanos fueron copando sus ocho cuadras que como ya no estiran más hacia los lados ahora crecen verticalmente con endebles casas de dos y tres pisos. Viviendas de tres habitaciones en las que viven 20 o más personas.
Farley Mena, por ejemplo, convive con otras 17 almas en la “Onu”, como un caraqueño bautizó la casa pues allí habitan personas de nueve orígenes diferentes.
A Farley lo persigue el agua –eso dice– En abril pasado llegó a Medellín tras perderlo todo en su Lloró, Chocó, natal por una inundación que los dejó aislados del mundo.
Llegó a intentar ganarse la vida haciendo lo que sabe: vender pescado. Y sale ahí al corredor vial de Carabobo a vender pescado junto a decenas más. Cerca del 70 por ciento en El Sinaí vive del rebusque. Van un día a la vez.
Jhon Jairo Arboleda es reciclador. Vive para tres cosas: para buscar su comida diaria, para ayudar al que necesite y para levantar su rancho, una y otra vez. Ya perdió la cuenta de cuántas veces el río se llevó su hogar. Lo que nunca olvida es que cada vez que ha ocurrido ha sido Mery Jaramillo, el ángel de todas las causas de El Sinaí, quien ha armado convite, principalmente con otras mujeres, para reconstruirle su casa.
Hace dos años Jhon Jairo fue el rostro del desamparo y desespero de El Sinaí cuando la Alcaldía de Medellín decidió convertirlo en un gueto. Ante las cámaras de un noticiero, Jhon Jairo suplicó entre lágrimas que los dejaran salir a buscar comida porque estaban desfalleciendo del hambre.
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El 31 de mayo de 2020 un helicóptero voló bajito ante el desconcierto de los habitantes. Militares, Esmad y policías rodearon el sector mientras las vallas se abrían paso para aislarlos. Nadie sabía lo que ocurría.
Solo después de la intimidación inicial llegó la explicación de la Alcaldía. El Sinaí debía ser objeto de un cerco epidemiológico por un supuesto brote que ponía en riesgo a toda la ciudad. Catorce días duró el cerco que nunca encontró justificación en las cifras contradictorias que entregó la Alcaldía. El sector nunca tuvo una tasa de contagios más alta que otros barrios. Y ni siquiera en El Poblado, la comuna con mayor incidencia en la primera ola de contagios, se hizo algo semejante.
¿Por qué entonces la Alcaldía los segregó durante dos semanas? Dos años después no lo saben porque la administración de Daniel Quintero nunca tuvo ni la consideración de un acto de desagravio, de una simple disculpa pública.
La versión que se impone entre las casas y calles es que la Alcaldía quiso encerrarlos para contarlos, y así allanar el camino de un desalojo que cada día ven más cerca.
Efectivamente los censaron: hasta ese entonces habitaban el sector 2.937 personas; 1.456 hombres, 1.476 mujeres y 5 personas transgénero. De estos había 895 niñas, niños y adolescentes, 605 jóvenes, 1.179 adultos y 212 adultos mayores. Además de censarlos les entregaron 1.678 paquetes alimentarios y 237 bonos de $100.000.
Resulta que desde 2015, en el Plan de Desarrollo local de la Comuna 2, quedó claro que el sector El Sinaí será uno de los afectados, junto con otros siete barrios, por la construcción de Parques del Río Norte.
Es una realidad que asumen con amargura y en desventaja, pues sería difícil encontrar en el sector quien tenga escritura pública del predio que alguna vez compró.
En medio del desespero los vecinos le han dicho a Mery que emprendan vías de hecho, que hagan lo que sea necesario. Pero la respuesta de la lideresa siempre es la misma: no. Y lo ratifica por dos razones; primero porque es una mujer de paz y no negocia esto bajo ninguna circunstancia. Segundo, porque sabe que sin documentos el peso de su pelea pierde fuerza, aun cuando hayan invertido su vida y cada peso en esas casas.
En otras palabras El Sinaí, como barrio, no existe ante la institucionalidad de la ciudad. No pueden tener junta de acción comunal ni derecho a oferta de programas sociales.
Pero sus habitantes no se sometan a este hecho. Para tener una personería jurídica a través de la cual el sector libre sus peleas, Mery conformó una veeduría ciudadana con la que esperan lograr un diálogo con la institucionalidad que allane el camino a una solución digna para sus habitantes, que descarte el desarraigo y la eliminación de la historia que han construido en El Sinaí, y en cambio contemple reubicaciones dentro de la misma comuna.
“¿Qué vamos a hacer si nos desarraigan? ¿Dónde vamos a encontrar este espíritu comunitario que nos ha mantenido a flote?”, pregunta Mery.
La posible extinción de su territorio no es el único problema que enfrentan.
El Sinaí no tiene cobertura en programas de niñez ni adultos mayores y la segregación que ejecutó la Alcaldía en 202o dejó consecuencias como empleos perdidos que nunca se recuperaron.
Buena parte de las mujeres que habitan el sector trabajan en casas de familia donde reciben en promedio $25.000 de pago. Para el cuidado de sus hijos por parte de otras vecinas deben pagar unos $10.000, que generalmente no cubren ni la alimentación de los niños. Pero prima la solidaridad.
Mery ha tocado puertas durante años para hacer realidad una sede social, con sala cuna y alimentación, en la que las madres puedan tener un espacio para dejar seguros a los niños y tener oportunidad de trabajar. Pero la Alcaldía le ha dicho una y otra vez que no puede invertir en el proyecto porque el sector es de alto riesgo.
La única oferta institucional que reciben es el programa de Pedagogía Vivencial. Es un espacio semanal al que los niños le sacan todo el jugo porque no tienen ni un parque ni una cancha donde distraerse.
También tienen entre septiembre y diciembre el Semillero de Paz y Convivencia que dirige Mery y el cual enfoca en temas de prevención de embarazo adolescente, derechos y riesgos para las niñas y jóvenes del sector. Y pare de contar.
Pero el espíritu de derrota no parece estar ni en lo que dicen ni en lo que hacen sus habitantes. Cuando Mery llegó a El Sinaí, a mediados de los 90, creyó que perdería la razón por el miedo paralizante de la violencia y por la muerte que veía correr por el río desde su ventana.
Decidió conjurar su desesperanza escribiendo poesía y desde entonces convierte en versos la muerte, la desaparición, el aborto, el hambre. Así encontró su vocación de servir y la convicción de que siempre hay algo por hacer.
La humillación que recibió El Sinaí en 2020 fue la chispa que encendió el arte y la creatividad que tenía contenido. Desde hacía varios años, de la mano de Erica Muriel –otro ángel de causas múltiples– y todo el equipo de la Corporación Nuestra Gente, ubicado en Santa Cruz, niños y jóvenes del sector adelantaban un proceso para asignarle un lenguaje a sus historias y sueños a través de la música, la literatura y la danza.
Ante la afrenta del cerco epidemiológico como clímax de un agravio de tres décadas, 18 organizaciones se juntaron para ayudar a los habitantes del sector a canalizar su dolor. Mery convocó a la gente y entre varios se sentaron a narrar su historia. Y así nació “Sonata para un Sinaí”.
A finales de 2020 la música de la Filarmónica de Medellín y Crew Peligrosos inundó las calles mientras los niños y jóvenes danzaron y dieron vida a las historias de dolor y alegría de su territorio. La Sonata se ha presentado en tres ocasiones desde entonces.
Entre los muchos mensajes que deja tatuados prevalece uno: la dignidad de un territorio y su gente amerita todos los esfuerzos posibles.