Debajo del puente de Solla, sobre la avenida Regional, en Bello, unos 20 hombres esperan en la acera el paso de alguna volqueta. Todos, sin excepción, llevan una pala y la energía suficiente para soportar una jornada a la intemperie de recolección de escombros en cualquier obra en el Valle de Aburrá. Se les conoce como “paleros”, y hacen parte del paisaje de quienes pasan por allí.
Muchos llevan más de 15 años en el mismo oficio. Los más veteranos han adquirido tal experiencia, que algunos volqueteros los conocen y los llaman para recogerlos más temprano, mientras los más novatos, aunque madruguen desde las seis, pueden pasar días enteros sin que los recoja una volqueta.
Los dueños de las obras contratan volqueteros para limpiar algún terreno, esencialmente en sitios donde no alcanzan a entrar las retroexcavadoras que, además, resultan bastante costosas. Por eso los conductores de las volquetas buscan a los trabajadores en los “puestos”, lugares donde se encuentran paleros en la ciudad. Los dos más conocidos están en Solla y al lado de la estación Suramericana del metro.
Un viaje consiste en la carga de una volqueta. Los paleros pueden hacer varios desde que llegan al puente hasta que se empiezan a ir para sus casas, después de las tres de la tarde. Cada volquetada de escombros se paga, en promedio, a 50 mil pesos. Dinero que se reparten los dos trabajadores que acompañan al conductor. Pero eso varía según el tamaño del vehículo: por cargar un dobletroque se puede llegar a pagar el viaje a 120 mil pesos.
Los paleros de Solla no se conocen por sus nombres, todos se llaman por sus apodos. A Luis Zapata le dicen “Chatarrita”, porque aprovecha los viajes para recoger trastos y luego venderlos y ganarse unos pesos extra. Jorge Palacio, es conocido como “el Mono”, una ironía según él, porque es moreno. El más viejo de ellos, Francisco Pareja, tiene una barba gris, y por eso le dicen “Barbado”.
El Mono, como muchos de sus compañeros, vive en un barrio popular. Construyó su propio rancho en un solar en La Paz, sector del barrio Manrique. La madera para levantarlo le costó 60 mil pesos, y se tardó en hacerlo una semana. Cuando el Mono llegó a Medellín desde el Chocó, tuvo que subirse a los buses a cantar.