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La reina consorte. Priscilla, de Sofía Copola

10 de enero de 2024
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Si hay algo difícil de contar en cine son esos procesos mentales en los que tomamos conciencia de algo. Porque la mayor parte de ese proceso es interior y se lleva las horas del día, durante las semanas, meses y muchas veces años, que gastamos pensando en nuestros matrimonios que no funcionan, o en que al final sí queremos tener hijos o que toca migrar porque ya no hay futuro en el país donde vivimos. Los guionistas suelen utilizar acciones que funcionen como disparadores de la decisión, pero hacer eso también traiciona un poco la verdad espiritual, lenta y sopesada, aunque también extrañamente luminosa, que aparece solamente después de transitar ese camino.

A Sofia Coppola le gusta lidiar con esos procesos en su cine. Vagando por pasillos y calles y sin saber muy bien qué hacer con su vida vimos a Charlotte en Tokio, perdida en la traducción, a Johnny Marco en la piscina del Chateau Marmont en “Somewhere” o incluso un poco a María Antonieta en los jardines de Versalles. El problema de las historias en que se dan esas transformaciones paulatinas, es que los espectadores necesitamos una recompensa al esfuerzo de acompañar al personaje por ese tránsito que a veces coquetea peligrosamente con el tedio. Puede ser una revelación, un diálogo que funcione como conclusión (así se diga al oído de otro personaje y sólo lo intuyamos), o unas imágenes fascinantes que hagan menos plano el pasar de los minutos.

En Priscilla, la película estrenada el jueves pasado en Colombia y que está basada en Elvis and me, las memorias que Priscilla Beaulieu —quien estuvo casada con Elvis Presley durante siete años— publicó en 1987, la directora sólo logra a medias su objetivo. Si bien entendemos la fascinación de la niña (Priscilla tenía 14 años cuando conoció al cantante) con una figura que ya era una estrella, y comprendemos lo difícil que fue para ella vivir el tránsito hacia la adultez en una casa que era un castillo donde la joven era una reina consorte sin corte ni autoridad, Coppola, que también escribe el guion, falla a la hora de ir construyendo para nosotros, los que estamos viendo, una resolución que acá se siente atropellada y un poco incongruente con el proceso previo. Hay demasiada ternura entre la pareja como para que de repente Priscilla decida que ya no soporta su convivencia.

Lo que sí hay que alabarle a Coppola es que la película nunca cae en la tentación, fácil por la dimensión del personaje secundario, de olvidar a su protagonista. Acompañándola vemos la terrible inseguridad de Elvis y ese entorno casi repugnante de amigos lambones que vivían a expensas del cantante y actor, y que le acolitaban todos los caprichos que tuviera. Estando a su lado percibimos su terrible soledad y su indefensión cuando Elvis tenía un arrebato de furia o de violencia. Pero a pesar de la buena actuación de Cailee Spaeny, nos queda faltando peso argumental en una trama que peca por etérea y repetitiva, como una canción cuya melodía tarareamos sin parar pero de la que hemos olvidado la letra.

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