Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
Los caminos de la distribución de cine, como los de Dios, son misteriosos. Qué decisiones que desconocemos, qué negociaciones improbables se habrán dado para que veamos en las salas de cine de Colombia la última película de Marco Bellocchio, un guerrero de mil batallas cinematográficas a sus casi 85 años y uno de los directores indiscutibles en la historia del cine italiano. Y la pregunta es válida sobre todo porque ésta no es la película que lo llevará a ser popular entre el público latinoamericano. No porque sea inaccesible o aburrida, que no lo es, sino porque trata sobre un hecho histórico que le debe importar a muy pocos a este lado del Atlántico.
El título en español también se presta para equívocos. La mala traducción convirtió el original italiano, “Rapito” (Secuestrado) en “El secuestro del Papa”. Y como cada vez más personas no tienen ni idea de qué van a ver cuando visitan una sala de cine, no faltará el que crea que asistirá a una película histórica sobre alguien que quiso secuestrar al Papa, cuando es todo lo contrario. Veremos, presentados con una fotografía preciosa y un diseño de producción dignos de admiración, los hechos que rodearon al secuestro ordenado por el Papa Pio IX en 1858, del niño judío Edgardo Mortara, quien al parecer había sido bautizado a escondidas por una criada católica en un momento en que se temió por su vida.
Siendo católico se suponía que Edgardo estaba cobijado por el mandato del Papa sobre toda la cristiandad, lo que implicaba que podía disponer de su destino incluso contra la voluntad de su familia. Y como Pío IX tuvo la mala suerte de ser el último Papa que fue rey, es decir, el último en ser soberano de los estados pontificios, aquel incidente se convirtió en un escándalo que formó parte de las motivaciones para las batallas militares y las peleas políticas que terminaron con la absorción de aquellos territorios por parte de Italia. Tan polémica fue su gestión (entre cuyas órdenes estuvo la de restablecer el gueto judío en Roma) que hubo muchas voces en contra cuando Juan Pablo II avanzó en su proceso de beatificación. Porque hay odios viejos que nunca se extinguen.
Bellocchio, sin embargo, prefiere concentrarse en el drama íntimo, en la tragedia familiar que implicaba para los Mortara perder a Edgardo y en la confusión que esto generó en un niño de 6 años que no sabía que ocurría. La secuencia más bella de la película es la de un sueño de Edgardo en que él le quita los clavos al Cristo de una capilla, y Jesús se va caminando de allí, tal vez como querría el niño, huyendo de un castigo que no pidió. Al pasar la infancia de Edgardo la película pierde fuelle y se torna política y exageradamente trascendental (como su música) hasta recuperar su brío al final. Un brío que algunos, muy pocos, disfrutarán como es debido, no por falta de pasión por el cine, sino porque alguien, como el Papa de la historia, tomó una mala decisión, una de esas que viene cargada de buenas intenciones. Y ya se sabe cuál es el final del camino que se construye con ellas.