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Samuel castro
Miembro de la Online Film Critics Society
Twitter: @samuelescritor
El problema de ser un maestro en algo es que las exigencias de los demás frente a tu trabajo siempre excederán a las que le hacen a otros, menos talentosos que tú. “Los Fabelman”, de Steven Spielberg, está lejos de ser perfecta y puede que no haga parte del grupo de los mejores títulos entre su obra, pero tiene tantas lecturas, tantos momentos maravillosos y transmite tanto amor al cine, que tendríamos que preguntarnos un poco por qué les estamos pidiendo a las películas un estado de exaltación constante que muy pocas historias en la vida real son capaces de brindar.
Al ser una película escrita por Spielberg junto con el dramaturgo ganador del Pulitzer Tony Kushner, los recuerdos sencillos de su infancia se convierten en otra cosa; en las claves de un misterio que, además, nos toca a todos: ¿cómo es que nos enamoramos de lo que nos apasiona? Porque para que ese milagro ocurra, si lo piensan bien, se necesitan una serie de felices casualidades, como que tus padres te quieran lo suficiente para llevarte en la edad de los asombros a ver “The greatest show on Earth”, de Cecil B. DeMille y el choque que presencias en la pantalla sea tan impresionante que no te lo puedes sacar de la cabeza; que tu mamá, tu compinche incondicional, te preste la cámara que tenía reservada tu papá para grabar los eventos familiares y tú pienses que la mejor manera de sacarte los miedos del cuerpo sea recrear aquel choque una y otra vez; que todos en la familia aprecien y elogien lo que haces al punto de que sientes que naciste para sostener esa cámara; que en el colegio nuevo en la ciudad nueva tus nuevos compañeros, que te acosan por ser bajito y ser judío, cambien su forma de comportarse contigo cuando los filmas.
Spielberg tuvo que esperar a que murieran sus padres para atreverse a contar cuál fue el secreto que descubrió mientras organizaba los fragmentos de video del paseo familiar. Al hacerlo, no sólo cumple una vez más con la paradoja de que todo don trae consigo una maldición (sólo una mirada como la suya habría podido descubrir los hilos que tejían una historia escondida en las imágenes fuera de foco) sino que enriquece el relato agregándole una dimensión emocional a la relación con su madre, que es posible y nos conmueve gracias a la estupenda actuación de Michelle Williams y a los matices que logra transmitir en las escenas que comparte con el joven Gabriel LaBelle. Si el cine era su destino, el fervor de su madre por el arte era su inspiración.
El maestro John Williams convierte a la madre en una melodía sencilla de piano, que sonará en distintos momentos y que acompañará a su hijo cuando deba tomar decisiones creativas o se enfrente a momentos cruciales de su vocación. Años después, ese mismo Spielberg que parece mover siempre la cámara al ritmo exacto que lo requiere la escena, recordará frente a nuestros ojos el momento en que un padre cinematográfico le enseñó a volver interesante el horizonte de una imagen. Lo acomodará frente a nosotros en el último plano, para mostrar que sigue siendo ese alumno, ese hijo, ese estudiante.