Hace más de cien años, mucho antes de que el concepto de gentrificación apareciera en los tratados de urbanismo y sociología, hubo un barrio de la Medellín antigua, compuesto por artesanos y jornaleros, cuya existencia fue borrada de la memoria.
En medio de las transformaciones que durante el siglo XIX hicieron que Medellín pasara de ser una pequeña villa llena caminos torcidos y polvorientos a una ciudad de jardines, calles rectificadas y altos templos, los habitantes del barrio El Chumbimbo terminaron pagando el precio de los ideales del progreso.
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Aunque muchos de los rastros de la historia de este asentamiento permanecieron dispersos por siglos en los archivos históricos, el arquitecto e historiador Luis Fernando González Escobar haló la pita de esas pistas y reconstruyó cómo fue uno de los desplazamientos más antiguos ocurridos en la ciudad y que poco difiere de las mismas dinámicas que hoy tienen pensando a Medellín en el problema de la gentrificación.
“Cuando uno coge un libro de historia urbana de Medellín no aparece el barrio El Chumbimbo, no hay una sola referencia. Este es un barrio que surge en el siglo XVIII, que tiene algunos remanentes en el presente. Lo que hicimos en la investigación fue recuperar esa historia. Ahora que está tan de moda la palabra gentrificación, que todo el mundo la utiliza para todo, vale anotar: el primer proyecto de expulsión de población subalterna es el barrio El Chumbimbo”, señala el historiador, para quien gran parte de ese olvido radica en la forma en cómo se ha contado la historia de la ciudad, en este caso la del barrio Villanueva, causante de la desaparición de El Chumbimbo.
Tras los rastros de la historia
Para comprender la aparición del barrio El Chumbimbo hay que remontarse a la Medellín del siglo XVIII, entonces todavía una villa dedicada al comercio y la agricultura y cuya trama tenía su centro en la Plaza Mayor, frente a la Parroquia de La Candelaria, al sur terminaba en lo que luego sería el barrio Guayaquil y al norte al toparse con la quebrada Santa Elena o de Aná.
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Aunque al sur se formaron barrios como Guanteros y La Asomadera, los malsanos y pantanosos terrenos de Guayaquil, atravesados por múltiples quebradas y los meandros del río Medellín, hacían impensable el crecimiento urbano hacia esa zona.
En contraste, al norte de la quebrada Santa Elena, un terreno más amable empezó a poblarse por lo menos desde 1752, tal como pudo constatar González Escobar al toparse con un litigio del siglo XIX.
El pleito, ocurrido en 1828, cuenta la historia de una señora llamada Rafaela Arteaga que era propietaria de un terreno en la banda al norte de la quebrada Santa Elena que era objeto de una disputa por un camino que lo atravesaba.
A raíz de una socavación que había generado una quebrada que discurría paralela al camino, la propietaria pidió permiso a las autoridades para hacer un nuevo trazado del mismo, que en los registros ya aparecía nombrado como el camino de El Chumbimbo (muchos años después, reemplazado por la calle Maracaibo).
Luego de recibir permiso de un juez para levantar unas tapias alrededor de aquella calle, los documentos cuentan cómo empezó una larga pelea, ya que mientras la señora Rafaela aprovechó las obras para estrechar la vía, las autoridades pusieron el grito en el cielo y le exigieron que respetara por lo menos un ancho de 12 varas (cada vara equivale a 0,83 metros).
Más allá del resultado de la pelea, en la que la obstinada propietaria fue ordenada a tumbar la tapia que estrechó el camino, González explica en su investigación que el litigio es crucial por varias razones.
Primero por sacar a la luz la existencia de El Chumbimbo, trayendo a la vida antiguos linderos que muestran como la zona ya estaba habitada desde 1752, sino por ser como una especie de preludio al crecimiento que desde la década de 1830 empezaría a tener con más fuerza la zona y que al final terminaría con la expulsión de sus habitantes originales.
Durante el primer tercio del siglo XIX, González apunta que la delimitación de El Chumbimbo era más o menos así: de occidente a oriente desde al antiguo Camino del Monte (que luego daría forma a la carrera Bolívar) y hasta el camino de Guarne; y de sur a norte desde la quebrada Santa Elena hasta la calle Barbacoas.
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Poco más de siete años después del famoso litigio, para 1834, la zona comenzó a cobrar tanta importancia que el Concejo de Medellín aprobó la construcción de un puente de madera para cruzar la quebrada Santa Elena, que demoró casi tres años en ser construido.
Al mismo tiempo que se desarrollaron esas obras, a El Chumbimbo también empezaron a arribar varios ricos de Medellín, como el ingeniero inglés Tyrrel Moore y otras personalidades como Gabriel Echeverri, Evaristo Zea y Marcelino Restrepo, todos ellos, luego de comprar tierras a manos llenas, impulsores de que se abrieran más calles hacia el norte.
En este punto, González advierte que gran parte de los cronistas y narradores de la historia de Medellín, sobre todo en el caso de Tyrrel Moore, han solido contar la aparición de Villanueva casi como un acto filantrópico, desconociendo que también estuvo llena de intereses económicos.
“El mito fundacional es que Tyrrel Moore donó las tierras para hacer el proyecto de la plaza de Villanueva y la catedral, pero es una simplificación”, plantea González, advirtiendo que tanto el ingeniero como los demás comerciantes que compraron tierras lo hicieron con el claro objetivo de especular con ellas y obtener ganancias.
En medio de esas obras urbanas, los nuevos ocupantes comenzaron a darle forma al proyecto del barrio Villanueva, que además de una imponente Catedral digna para una ciudad que ya había desplazado a Santa Fe como la capital de Antioquia, también buscaba un reformado centro para su élite.
En la década de 1870 esta iniciativa ya no tuvo marcha atrás.
Luego de la donación de terrenos para la ampliación de la calle Junín y la remodelación del viejo puente de madera que cruzaba la Santa Elena, que pasó a ser de calicanto, arrancaron las obras de la catedral y de paso varios miembros de la élite empezaron a llegar al lugar, como fue el caso del comerciante Pastor Restrepo, quien levantó entre 1870 y 1871 la casa más antigua que aún se mantiene en pie en el centro de la ciudad, ubicada en marco de la Plaza de Villanueva.
En 1888 y 1892 esa plaza central, ya llamada Parque de Bolívar, también se transformó en un ornamentado jardín diseñado por los estudiantes de la Escuela de Minas.
Todos estos cambios comenzaron a atraer a más compradores y a expulsar a los pobladores originales, que tal como lo documentó González en su investigación estaban compuestos principalmente por artesanos y jornaleros, como “albañiles y maestros constructores, guarnecedores, enjalmadores, ebanistas, cerrajeros, latoneros, sastres, lavanderas o fabricadores de escobas y otros utensilios domésticos”.
De igual forma, otros establecimientos que terminaron moviéndose en medio de esa transformación fueron por ejemplo la casa de locos, ubicada en El Chumbimbo, y que a finales del siglo XIX fue reemplazada por el manicomio de El Bermejal por quejas recurrentes de los nuevos vecinos.
En la calle de El Guanábano, advierte el profesor, los registros también cuentan la existencia de un matadero que luego fue trasladado a Tenche.
Así, a finales del siglo XIX, El Chumbimbo terminó arrinconado y su nombre empezó a denominar las periferias del barrio de Villanueva. La posterior aparición de otros proyectos de barrios como Boston, La Ladera, La Independencia y Majalc terminaron de sepultar el antiguo asentamiento.
En medio de este panorama, para el investigador no deja de resultar paradójico que al siglo siguiente, cuando las clases altas y medias empezaron a abandonar el Parque Bolívar, los sectores populares regresaron.
“Ese fue el inicio de la gran paradoja del parque y del centro, pues mientras los sectores medios y burgueses fueron ocupando y urbanizando este territorio de otredad, lo rectificaron, embellecieron, renombraron y con ello sepultaron el antiguo Chumbimbo hasta el olvido del presente, hasta que los sectores populares se lo apropiaron”, concluyó.