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Crónica de una noche de rumba, peligro, sexo y drogas en la 70

Inmersión en la rumba más pesada de la 70 donde, desafortunadamente, este año se ha registrado, por lo menos, un caso de escopolamina cada semana. Recorrido por los recovecos donde se ofrece “rumba 24/7”.

  • Crónica de una noche de rumba, peligro, sexo y drogas en la 70
  • Un gramo de cocaína cuesta entre 15.000 y 20.000 pesos. Foto: Camilo Suárez
    Un gramo de cocaína cuesta entre 15.000 y 20.000 pesos. Foto: Camilo Suárez
  • Así se ve la 70 un fin de semana
    Así se ve la 70 un fin de semana
13 de marzo de 2023
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Sobre el banco está sentado un hombre. Con los codos apoyados en la barra sigue el ritmo de una canción, inclinando un poco la cabeza hacia los lados. Habla poquito, clava la mirada en el piso, sirve un trago de Don Julio. La botella le costó 450.000 pesos, dirá después, pero la noche aún es joven. Por lo pronto saborea el tequila, que toma en una copa transparente coronada con sal. Su mirada es esquiva, inestable, pero el Don Julio la irá transformando. La noche se hará frenética.

El hombre parece oficinista: camisa azul, pantalón negro, zapatillas. Afuera del bar hace frío y huele a carne quemada; de la lejanía, sin precisión, llega el sonido de una guacharaca. Es una noche de rumba en la 70, una más.

A medida que la botella de Don Julio se va vaciando, la mirada del hombre abandona la timidez. Ya conversa con una muchacha, a la que llama por el nombre, y le acaricia el pelo. A las 10:31 agarra a la mujer de la cintura y le da una vuelta; a las 11:51, ya con la camisa por fuera, baila bachata, dando giros.

Entonces, al fin, se habla del tema. El hombre dice que el sitio es seguro, que las muchachas son bonitas, pero que lo que pasó fue muy “heavy”.

—El man quedó en la silla donde ustedes están sentados—dice, sirviendo un trago de Don Julio.—Yo no estaba ese día, pero a ellas sí les tocó.

Entonces llama a una de las meseras por el nombre y le pide que explique lo que pasó. Ella, con solemnidad, casi persignándose, cuenta que estuvo presente ese día del que todos hablan. Era una noche corriente, de sábado. Iban a cerrar cuando se dieron cuenta de que un hombre estaba tendido sobre una de las bancas, como inconsciente.

—Me acerqué para despertarlo y me di cuenta de que estaba babeado. Entonces, entre varios lo sacamos para que tomara aire, pero nos dimos cuenta de que estaba muerto—cuenta la mesera.

En la puerta del bar hay un joven que habla de lo mismo. Es el encargado de atraer a los clientes. Se para sobre la 70 y entrega un volante. La propuesta es sencilla: farra hasta las 11:00 de la mañana. Si quiere seguir rumbeando después de eso, todo bien, pa, que para eso están las salas VIP. Eso sí, pa, tiene que tener mucho efectivo.

De fondo suena Mi ahijado, de Diomedes.

—El man llegó ya drogado. Iba con otro pirobo, dizque el amigo, el que lo robó. Y nos metieron la culpa a nosotros y nos mandaron a la Fiscalía.

Ese es el tema de moda, que aflora después de unos aguardientes. El 5 de febrero pasado murió en ese bar Javier González Pertuz, un sacerdote que, según el hombre de la barra, había terminado el último día de trabajo en su parroquia. Lo habían trasladado y era sábado, noche de sábado en la 70. Para rematar, jugaba la selección Colombia. Todo estaba servido para que fuera una gran noche.

Pero el jolgorio terminó en tragedia. Doblado sobre sí, al padre Javier lo recogieron de la silla. Sus bolsillos estaban vacíos y su acompañante, un hombre del que nadie habla con precisión, se había esfumado. En los videos de las cámaras de seguridad se alcanza a ver cómo llevan a cuestas al padre, ya desgonzado, ya perdiendo el calor de la vida.

Según testimonios de los vecinos y los datos de las autoridades, en la 70 hay por lo menos un caso de escopolamina a la semana. No solo el del padre Javier quedó en cámaras, hay videos en los que se ve a unos sujetos que llevan a alguien privado de consciencia para sacarle lo que lleva encima. Si se tiene buena suerte, uno puede aparecer en uno de los hoteles vecinos, sin plata y sin celular, aturdido, pero vivo. Cuando la dosis no se calcula bien, el desenlace es fatal.

Son 16 los agentes de policía que vigilan la 70, pero sus ojos no alcanzan a escudriñar las intenciones de unos cuantos que se camuflan entre la gente, buscando la caída de la presa.

La rumba se anima después de las 12:00. El hombre de la barra ya no clava la mirada; ha adquirido una decisión inusitada. Le manda un trago de Don Julio a un grupo de muchachos negros que está en una esquina. Ellos reciben el trago con una venia y se lo zampan. Son seis, todos en bermudas, con barrigas prematuras. Sobre la mesa tienen unas botellas de cerveza, pero en el suelo mantienen la de whiskey.

Un gramo de cocaína cuesta entre 15.000 y 20.000 pesos. Foto: Camilo Suárez
Un gramo de cocaína cuesta entre 15.000 y 20.000 pesos. Foto: Camilo Suárez

Los muchachos hablan un creol que parece antillano, cercano al francés, y no entienden un forro de español. Pero con gestos, tocaditas de cadera, guiños con los ojos, se hacen entender con las chicas que les mandaron. Ellas son más jóvenes, pelinegras, lacias, de caderas amplias. Alguna tiene cara de adolescente y cuando sonríe deja ver unos brackets grises.

Uno de ellos toma confianza y agarra a la chica, la sienta sobre sí. Ella, con una sonrisa incómoda, se deja guiar, y comienza a mover la cintura sobre él, en un acto casi erótico. Los demás se carcajean y celebran.

Afuera está el coordinador, el que recién hablaba del caso del padre Javier.

—¿Cómo ve la cosa? Yo le dije que había niñas lindas. Si se anima, nos vamos para el otro lado.

Como no encuentra respuesta, desde el otro lado de la calle se alcanza a escuchar un conjunto vallenato. A unos metros de ellos, un imitador de Michael Jackson, con la cara espolvoreada y un traje blanco, gira sobre sus piernas. El vallenato suena con más potencia. Visto de lejos, Michael Jackson baila Mi ahijado, no joda, porque hombres como él somos poquitos.

Hay que romper el silencio.

—Una pregunta indiscreta—, ¿dónde se puede conseguir periquito por acá?

Sin vacilar, el coordinador responde:

—Yo se lo consigo, papi. El gramos es a 20 lucas.

—¿Y sí es bueno?

—Sí, claro, es el que se vende en toda la 70. Es tan bueno, pa, que ningún cliente se me ha quejado, ja, ja, ja,

Pero es mejor dar una vuelta. El viento en la madrugada es tenue, pero frío. En todo San Juan con la 70 hay un muchacho flaco que hace poco superó la adolescencia. En la cara imberbe el acné dejó huella. Reparte un volante de fondo negro en el que está estampada la figura de la mujer.

—El sitio es allí, a dos cuadras—dice el muchacho haciendo un arcoiris con sus manos—, es seguro. ¿Perico? Sí, claro, con domicilio cuesta 20 mil. Se lo llevamos hasta allá y, si quiere, se puede quedar hasta mañana en el hotel.

Así se ve la 70 un fin de semana
Así se ve la 70 un fin de semana

Unas cuadras más adelante hay unos muchachos que parecen los de la vuelta. Están sentados sobre una jardinera, fumando, escudriñando al que pasa. Junto a ellos, con mirada más amable, hay un vendedor de chicles, que tiene una chaza bien montada.

—Una pregunta indiscreta. ¿Perico?

La pregunta no parece nada indiscreta, parece que estuviera esperándola.

—Claro, pa. Cuesta 15 lucas y yo le cobro cinco por la gestión, hay que conseguirlo. Dígame dónde va a estar y yo se lo llevo.

—No, estoy muy lejos, más allá de San Juan.

El vendedor vacila, cavila un momento. Mete la mano en la chaza, revuelca unas cajetillas de cigarrillo, y saca algo que empuña; pasa la misma mano sobre los chicles, para el disimule, pa, y entrega la bolsita sellada. La buena, pa.

Otra vez el recorrido a la inversa: los ojos inquisitivos de los que parecen de la vuelta, el viento tenue, el muchacho que entrega volantes, el acordeón que llora.

En la entrada del bar, como siempre, está el coordinador.

—¿Listos para irnos al otro lado? A esta hora sí está chimba, con unas pelaítas muy lindas.

El hombre de la barra, con la camisa ya por fuera, baila un merengue, feliz, dando vueltas con extraordinaria seguridad. En el fondo, junto al baño, quedó el vacío de los muchachos antillanos y sus acompañantes.

El recorrido hasta “el antro” es de un par de cuadras. Sobre las aceras ya hay basura arrumada que algunos restaurantes han sacado, y desde un local se escucha una voz horrible, destemplada, de alguien que canta un karaoke.

Desde la puerta no se oye nada. Hay dos hombres grandes, gordos, de pie.

—Bienvenidos, muchachos. Una requisa, muchachos, y entran. La rumba es esta mañana, muchachos.

Entonces se sube por unas escaleras estrechas, con luces de neón, y se abre una puerta pesada. Aparece de frente la barra y el administrador saluda con excesiva cordialidad. Las paredes están tapizadas con retratos de Robert de Niro en el Padrino y de Pablo Escobar. El consumo es de mínimo media, muchachos, y cuesta $99.000, mejor les sale comprar la botella de una vez, muchachos, que es a $180.000.

Los shows son cada dos o tres canciones, muchachos, pero también hay salas VIP, para los privados.

El coordinador vuelve a aparecer, se toca la nariz.

—¿Me puedo pedir una cerveza? Yo los acompaño un rato, pero tengo que volver a salir.

En una esquina, de nuevo, aparecen los antillanos, que ahora hablan más fuerte, con sus consonantes afrancesadas.

—Si se animan, pa—carga de nuevo el administrador—, las habitaciones están atrás. Cuadran el precio con la muchacha y pueden pagar con tarjeta.

Y en esas aparece una muchacha que dice tener 20 años; ojos achinados, uñas acrílicas larguísimas.

—¿Quieres conmigo, mor?

Un rato después, haciendo esfuerzo para hacerse escuchar sobre la música, dice que la vida es muy linda.

—Yo no te había visto bien la cara, estás muy lindo. ¿Aburrido, lo dejó la novia? ¿Eres virgen?

La mirada comienza a nublarse en la madrugada. Otra vez afuera, la brisa es más fría y el silencio ha ido ganando terreno. Hay que caminar con cuidado, sin dar demasiados tumbos, para no parecer muy borracho, y que la rumba siga, que la rumba siga, que la rumba siga, pa.

Nota aclaratoria: La información sobre la frecuencia de los presuntos casos de escopolamina la reveló un agente de Policía encargado de la seguridad en la 70. Así se lo expresó a este medio. También se verificó sobre los presunto casos, pues todavía no hay un dictamen toxicológico, con los testimonios de los vecinos de la zona. Muchos se quedan sin denunciar.

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