Gisella señala desde una esquina los puntos en el Parque Berrío que todos los días amanecen repletos de basura y excrementos. “Allí, en aquella esquinita, por allá también, acá al lado...”.
En esas está cuando una compañera se le arrima alterada, con los termos de tinto en la mano, y le señala hacia unas palmeras, justo al frente de la Basílica de La Candelaria, donde se oculta un hombre que se mece sobre una hamaca raída mientras fuma bazuco y reparte amenazas a quienes le piden, calmadamente, que abandone el lugar, que deje trabajar.
Gisella Ardila es la vocera de Asotintos, la agremiación con la que las tinteras del Parque Berrío decidieron formalizar su lucha por el trabajo digno y el derecho a ocupar un espacio público seguro.
Fueron ellas quienes hace dos semanas, cansadas de que la Alcaldía las ignorara, denunciaron por redes sociales el estado del Parque Berrío, cercado por materia fecal, orines y desechos.
Su hartazgo y desespero es comprensible. Todos los días, antes de acomodar sus puestos, sus termos y vender el primer tinto, tienen que disponerse a lavar los desechos que dejan los habitantes de calle y tratar de darle un poco de orden a lo que Gisella llama la “puerta de entrada a Plaza Botero” y que, paradójicamente, no alcanzó a ser arropado por el abrazo con el que la Alcaldía dice proteger a la turística plaza de las Gordas.
La Alcaldía reaccionó. El viernes pasado envió cuadrillas de aseo de Emvarias y adelantó algo de ornato y aseo, una “manito de gato” que lideraron las tinteras y comerciantes del lugar.
Pero los problemas del Parque Berrío no se solucionan con agua y jabón. María Eugenia Álvarez, quien lleva más de 50 años trabajando en este lugar, dice que la Alcaldía no quiere entender que los problemas de salubridad que allí padecen quienes trabajan y los miles que transitan diariamente son graves y ameritan que Emvarias adelante jornadas profundas de desinfección con los equipos especializados y que la Alcaldía garantice una estrategia de intervención constante.
Bibiana Escobar y su hija venden ropa desde hace cinco años en los bajos de la estación Parque Berrío. Dicen que su brega diaria en ese sector caótico nunca fue un cuento de hadas, pero aseguran que desde que la administración decidió cerrar Plaza Botero nacieron nuevos conflictos, un hacinamiento de venteros informales y un desplazamiento de trabajadoras sexuales —que ahora ocupan las escaleras eléctricas de la estación— y de habitantes de calle, lo que convirtió este tramo, paso obligado de los turistas que llegan en metro a ver las Gordas, en una bomba de tiempo.
Bibiana dice que Espacio Público lo niega, que asegura que el sector está igual, “pero a leguas se ve que no”. Las riñas se volvieron paisaje y los robos aumentaron, enfatiza. “No digo que reforzar la seguridad de un lugar como Botero no sirva, pero si no le ponen cuidado a todo el sector no hacen nada”.
Aunque desde hace tres meses la Alcaldía dispuso la presencia permanente de 32 policías al interior del cerramiento de la Plaza, en Parque Berrío, a escasos metros de distancia, apenas empezaron a ver presencia continua de uniformados hace un par de semanas.
Tras recibir la angustiada queja de su compañera por el agresivo consumidor de bazuco, Gisella hace una llamada. Contesta el comandante Valencia, un uniformado que en pocos días y con un grupo minúsculo de patrulleros ha intentado recuperar un poco la seguridad y la confianza en el sector. Gisella dice que si la Alcaldía pusiera voluntad y permitiera que se consolidara una estrategia de seguridad, que cree vínculos de confianza con la gente, las cosas mejorarían. El problema es precisamente ese: la voluntad.
Después de la bulla por el estado del Parque, funcionarios de la Alcaldía en cabeza de Juan Pablo Ramírez, quien todavía era secretario de Gobierno, se reunieron con las tinteras y venteros, pero ante la solicitud concreta de que garantizaran un contrato de aseo que atendiera regularmente el Parque, la respuesta de Ramírez fue un vago “vamos a ver”.
Ramírez prometió volver. Pero el viernes se quedaron esperándolo en la jornada de limpieza, un día antes había renunciado al cargo.
“Hubiéramos querido que cumpliera con su promesa, que viniera junto con su reemplazo, que dejara compromisos concretos, que mostrara que de verdad a la Alcaldía le interesa recuperar todo este lugar, pero nada”, señala la vocera de Asotintos.
Emvarias les notificó que el lavado solo pueden hacerlo cada mes. Así que la única certeza que tienen es que hoy, mañana y pasado mañana tendrán que llegar a tratar de limpiar la podredumbre para poder ocupar su ‘oficina’ dignamente.
María Eugenia dice que reducir el problema a los habitantes de calle es injusto. Al final, apunta, ellos son también víctimas del abandono.
“Yo llevo medio siglo acá y de nada ha valido querer y cuidar el parque porque las garantías para trabajar, para formalizarse, son muy pocas. La Basílica uno la ve cada día más aporreadita, la inseguridad va creciendo. Yo nunca he visto que les duela el parque y eso que es el que más historia tiene en Medellín”, lamenta.
Es la consecuencia de entender la ciudad de manera fragmentada, meras islas como Plaza Botero, el Lleras, Provenza. Recuperaciones artificiales que en poco tiempo se desarman. Al interior de la propia Plaza Botero, por ejemplo, empiezan a acumularse los locales con letreros de arriendo y se vende. El emblemático edificio de Colseguros, patrimonio arquitectónico de la ciudad, es la viva muestra de ello.
No parece una señal muy convincente de que el abrazo esté funcionando.
La 10 es ahora epicentro de los problemas que tenía el Parque Lleras
Las noches en el Parque Lleras son diferentes desde hace dos semanas. Desde el 3 de mayo se cerraron las cuadras que lo circundan, dejando seis entradas controladas con Policía y personas de logística. La intención, como en Plaza Botero, fue frenar la inseguridad, que es rampante en ese lugar, pero también erradicar la explotación sexual, la mendicidad y la venta de drogas. Sin embargo, nada de eso se ha evitado con las vallas.
EL COLOMBIANO hizo un recorrido en una noche de sábado para ver las nuevas dinámicas del sector, que en realidad son las mismas de siempre. Con el cierre, es cierto, el parque está mucho más despejado y es posible caminar sin chocar con ventas invasivas. Una vendedora de dulces que lleva 20 años en el lugar, que acaba de volver después de la remodelación, dice que está muy contenta con la medida, pues la “gaminería se quedó por fuera”.
Pero la 10 es una caldera. Se vende droga, incluso pregonada: bareta, perico, tusi. Dos cuadras arriba de la entrada controlada bailan las mujeres indígenas con la música de un pequeño parlante, justo al frente de Pizza Hut y a un lado de la vidriera de Subway. Con ellas hay niñas, que también bailan.
Más abajo hay otra mujer indígena dormida, doblada sobre sí, descalza, que aprieta a un bebé contra su pecho. Todos ellos están fuera del parque, fuera de la burbuja.
Y es que para eso han servido las vallas, para crear una burbuja. Dentro del parque casi todo está hecho a la medida de los extranjeros, es un mundo fabricado. Suena reguetón sin parar y la salsa, el merengue y el vallenato quedaron desplazados. Hay letreros en inglés, como aquel que anuncia que un primer piso está “for sale”. Por fuera, en cambio, todo está igual de degradado que desde hace unos años.
Alejandro Echeverri, urbanista que hasta hace poco estuvo a cargo de Urbam Eafit critica la medida en el sentido de que es cerrar una isla, un enclave, que lleva los problemas a otras zonas. No solo a la 10, sino a otros sitios como Provenza (que ya presenta un deterioro), sino también a Manila y otros sectores comerciales.
Para el experto, el problema es que la administración distrital no tiene claro qué ciudad quiere planear. Es decir, no hay un ideal a seguir, y las medidas tomadas lo demuestran. “Lo que nos tenemos que preguntar es qué ciudad queremos y, de acuerdo a eso, tomar decisiones, pero ellos no saben qué quieren. ¿Quieren una Medellín llena de enclaves? No me imagino una ciudad así, sería como volver a hace 30 años”, argumenta Echeverri.
No menos graves son las denuncias de mujeres que fueron los primeros días del cerramiento y fueron discriminadas por sus ropas. La orden que se dio, no se sabe muy bien desde donde, es que las trabajadoras sexuales solo podían estar dentro de los negocios, y no en el parque. Varias mujeres denunciaron que les pidieron desalojar el espacio público por su vestimenta, como si cometieran un delito. Esto con la anuencia de los funcionarios de Espacio Público y la Policía.
Análisis
Cerrar de nuevo la ciudad es un error histórico
Las soluciones que estamos dando para los problemas de deterioro e inseguridad, y para las problemáticas sociales en los espacios públicos de la ciudad, son de corto plazo, de reacción inmediata. Son epidérmicas, que no van al fondo ni a solucionar, nunca, los problemas urbanos de la ciudad. Hay que tener en cuenta que los problemas son diferentes según el lugar. Aunque se estén tratando de solucionar de la misma forma, no es lo mismo lo que pasa en el Lleras que lo de la Plaza Botero. En el primero hay un deterioro por exceso de actividad, en cambio en Botero existe una expulsión de las actividades económicas. Son dos procesos diferentes, complejos, que hay que identificar con claridad; saber si es un problema de actividad económica o falta de ella, o si es de seguridad. Cada uno de los problemas son diferentes, pero están entrelazados. Deben combatirse con una visión clara del tipo de sociedad que buscamos, y acciones y programas de corto y mediano plazo para lograrlo. Medellín ya lo ha hecho con un éxito importante al transformar sectores con problemas sociales. Se ha hecho con procesos articulados que han permitido que los espacios públicos funcionen como un espacio abierto, para todos, como debe ser. Se revirtió lo que pasaba en los 80 y me preocupa muchísimo volver a eso, a una ciudad de enclaves. La clave, en cuanto a lo urbano, tiene que ver con la arborización y el mejoramiento de las luces, crear una seguridad cívica, no de cerramientos, y regular los usos y el ruido. Medellín tuvo una época en la que no se podía salir después de las 5:00 de la tarde. Esta ciudad construyó un relato opuesto, de que es una sociedad para encontrarse, en la que los conciertos se hacen en espacios públicos; se instauró la Fiesta del Libro, se pensó en varios paseos, en los barrios levantaron Uvas. Los cerramientos es regresar a ese pasado oscuro, es separarnos por clases sociales.