En el universo —como se dice de las obras literarias que se inventan un mundo traído de los cabellos, invención de puro cliché— que creó George R. R. Martin y que millones hemos conocido por las series Juego de Tronos y La Casa del Dragón hay unos árboles con caras de ancianos talladas en sus grandes troncos, se llaman arcianos y son una especie de espíritu o deidad a quienes rezan los hombres más rurales, más salvajes. Los arcianos se ven bastante ridículos en televisión, aunque la metáfora de atribuirle personalidad de sabiduría mística a los árboles es bastante efectiva. Sentado en la Plazuela San Ignacio, mientras reparaba en los grandes árboles —dos ceibas, dos palmas reales y un piñón de oreja, especies sembradas en 1875 cuando en Medellín hacía frío, no había carros ni megaempresas ni jíbaros y que siguen ahí después de decenas de guerras—, en el país sucedían cosas: escaseaba la gasolina para avión, una periodista se lanzaba a la guerra de la campaña política sin decir que se lanzaba a la guerra de la campaña política, noticias que obligan a un editor de periódico a sentarse en su silla a hacer lo propio, pero hay momentos cuando nos llaman temas importantes como los árboles y su historia, los árboles que nos hablan. Nos gustan los árboles porque son poderosos sin artificio —tan distintos al ser humano—, y porque son generosos, y porque la vida no les pesa, nos gustan los árboles porque son tan distintos a nosotros.
Estos árboles de la Plazuela cumplirán ciento cincuenta años de vida en 2025, no existe nada tan añoso en Medellín; en las mañanas son asistidos por tórtolas y palomas, y en las tardes por bandadas de pericos que picotean el cielo con su ardor cantarín. Hace varios años, cuando vivía en la carrera 82 con calle 51, en Calasanz, tenía al frente del balcón varios árboles de muchos metros que empezaron a levantar los andenes, parecían enormes Ents —los árboles andantes, espíritus protectores que describe J. R. R. Tolkien en El Señor de los Anillos y que se encargan de pelear contra los orcos que devastaron bosques para engrandar su empresa de guerra— que avanzaban con rumbo a tomarse la carrera ochenta, pero un día funcionarios de la Alcaldía y el Área Metropolitana los talaron, trozaron los troncos y los apilaron; sucedió como las catástrofes: sin aviso, como una palmada en la cara. Mirar por el balcón nunca fue lo mismo y las paredes se calentaban en exceso, sofocando la vida.
La avenida La Playa, junto al Pasaje la Bastilla, y una ceiba histórica. FOTO: Manuel Saldarriaga.
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Los árboles nos tranquilizan, por eso hay gente que hasta los abraza —yo no, gracias, yo prefiero subirme, como lo hacía con el guayabo de la finca panelera La Marina, en la vereda Santa Emilia, de Belén de Umbría, Risaralda—. En los últimos meses miro todo el tiempo un pino que tengo afuera de casa, sería muy triste que alguien viniera y lo cortara así, sin más, como si esa vida importara tan poco. Hace algunos años hubo un gran debate por el piñón de oreja enorme, majestuoso, que hay diagonal a la casa El Jordán —donde en 1892 se rentaban habitaciones y baños para que los arrieros que se aventuraban a trepar las montañas del occidente descansaran—, pues podía caerse por viejo, algunos pensaron en talarlo y llevarlo a la hoguera o al aserrín, pero el ingeniero forestal Mauricio Jaramillo se inventó el armazón rojo que ahora lo sostiene y que en sus palabras, podrá darle “una muerte digna”, después de estar allí desde 1910.
Por donde usted vaya en la capital antioqueña se va a encontrar espectáculos naturales como estos, en el Parque de Bolívar. FOTOS: Camilo Suárez y Manuel Saldarriaga
Jaramillo, con quien hablé dos veces por teléfono, tiene una lista de los árboles más viejos de Medellín. El primero es la ceiba que se levanta en La Playa con la avenida Oriental, sembrada allí en 1860; después está un algarrobo sembrado en 1870 en el parque del barrio San Pablo, cerca de la avenida Guayabal, este también tiene su gran bastón inventado e instalado por Jaramillo. Luego vienen las dos ceibas, el piñón de oreja las palmas reales y un chingalé de la Plazuela San Ignacio. En el cerro El Volador hay un sauce desde 1875; en el parque de Bolívar han sido testigos de la gloria de otro siglo y del hollín de las últimas décadas cuatro gualandayes, una palma real, tres palmas amargas, una palma abanico de la China y dos ceibas, algunos ejemplares están allí desde 1890 y otros desde 1900. Y como dejar a un lado la palma real y la palma de vino de la Playa con El Palo, las dos ceibas de la Playa con la Bastilla, y el búcaro de la Playa con Sucre, todos ejemplos de 1900. Nadie sabe que esos árboles tan cotidianos llevan tanto tiempo ahí, parecen un dios antiguo —como la lluvia, el tornado, el viento o el sol—: lo damos por sentado, como una bendición obligada.
El enorme árbol que aún se mantiene en pie (así sea con ayuda) en el sector El Jordán de Robledo. FOTOS: Camilo Suárez y Manuel Saldarriaga.
Hace unos días hablaba con turistas gringos y me decían que lo que más les gustaba de Medellín, que les parecía muy amazing, era que veían mucho verde y yo pensé inmediatamente que estos hombrecitos no debían conocer mucho, pero tenían razón en que barrios como El Poblado, Laureles, El Velódromo y la variada inagotables de “belenes” están arborizados con bastante gusto y extensión en parques y andanes. Alzo la mirada y veo por mi ventana las copas verdes, los frutos rojos donde picotean aves y engendran insectos. Dice Jaramillo que los árboles que hay en Medellín son: la palmareca, los crotos, los san joaquines, los falsos laureles, los mangos, las rosas, los francesinos, los tulipanes africanos, cítricos como el naranjo y el limón, el guayabo, la palma payanesa, el guayacán amarillo, los almendros y el búcaro.
Los árboles son pura memoria, en una sociedad nos recuerdan eventos, momentos precisos. Ahora mismo pienso en un árbol de Armenia, Quindío, donde se colgó un muchacho y, años después, cuando el padre por siempre en luto vendió la finca pidió al constructor que le compró que por favor no talara esa ceiba; la ceiba sigue allí, como memoria viva de un muerto, de otra época. Pero la memoria de los árboles no es esa, en su tronco un árbol revela sus años y las épocas por las que ha pasado. Hay una ciencia que estudia esa lengua, se llama dendrocronología y según Wikipedia esta es su definición: “Es la ciencia que utiliza los anillos de crecimiento de los árboles, datados exactamente al año de su formación, para generar series de tiempo que pueden ser utilizadas para la reconstrucción de variables climáticas como: precipitación, temperatura, evaporación, entre otras”.
Sobre este tema, el periodista español Jorge Carrión escribió hace años una columna el diario El País que termina así: “La escritura tiene unos 5.000 años de vida. Pero mucho antes de que los seres humanos inventáramos alfabetos, la naturaleza llevaba una contabilidad exacta del tiempo dibujando círculos en la leña y la savia. En ese idioma está escrito el auténtico Antiguo Testamento: cada una de las antiguas glaciaciones y diluvios e incendios”.
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Medellín tuvo una arborización importante hace varias décadas y se le debe a Jorge Molina Moreno —padre del gran amigo y cocinero Álvaro Molina—, quien fue presidente de Suramericana de Seguros y quien, una vez jubilado, recibió el encargo de adornar las calles de la ciudad para la vista del papa Juan Pablo II en 1986. La tarea se la puso el entonces alcalde de Medellín, Pablo Pelaéz, quien fue asesinado tiempo después por el Cartel de Pablo Escobar. Molina desde entonces fue nombrado como alcalde cívico y se encargó de sembrar a diestra y siniestra, como en la parábola de Jesús.
Dice Álvaro Molina: “Mi papá se dedicó a sembrar en las tierras altas de Medellín; en Villatina y Santodomingo Savio, allá sembró más de 300.000 árboles para que las montañas no se cayeran en los barrios pobres. Soñaba con una ciudad llena de mangos, de ciruelos; en Medellín hay un montón de jabuticabas, de achiotes, de ciruelas, de guayabas, de cerezos del gobernador, de nísperos, gracias a él. Por ese trabajo, el puente de Punto Cero lleva el nombre de mi padre, y también el corredor de la calle 10”. La labor de Molina fue tan importante que cuando tenía 92 años y no salía casi de su casa, el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez lo visitó para entregarle la distinción más alta de la Nación: La Cruz de Boyacá.
Un sector de El Poblado, calle 10 con la carrera 41, y su árbol tronador. FOTO: Manuel Saldarriaga.
Mauricio Jaramillo se ha encargado de proteger un legado y le pregunto por qué: “Tuve la fortuna de tener un papá, una abuela y unos tíos enamorados de la naturaleza, de los árboles, de las plantas y de los animales; ellos me enseñaron la importancia de involucrarlos en mi memoria y mi querer. En la universidad empecé a conocerlos desde otra perspectiva muy hermosa y bella, porque trataba de ver su funcionamiento, su parte íntima, su anatomía, su fisiología y la relación de ellos con el entorno, todas las implicaciones que ellos tienen para su entorno, me encontró con su dimensión de poderío y magnificencia, es por esto que no tengo ningún árbol ni especie con afecto especial, porque todos en su dimensión tienen un gran valor y significación en el lugar donde se encuentran”.
Lejos de cualquier grito salvaje, de cualquier adoración de sabiduría ancestral, me gusta pensar en los árboles como hermanos mayores que saben un secreto que no pueden decir —ya se ha estudiado de esa rara sinapsis que hace que los árboles se comuniquen entre ellos por debajo de la tierra—. Recuerdo este poema de José Manuel Arango: “si en mitad de la noche / nos despierta un olor de incendio / y abrimos la ventana y entre los árboles / hechos de dura sombra está sólo / el aroma de las frutas en sazón / qué más sino la dolorosa alegría / de que nos hayan visitado una vez / los rojos querubines de fuego”.
Datos sobre los árboles de Medellín
No es difícil saber de árboles en Medellín, por la ciudad tiene un aplicativo llamado Sistema de Árbol Urbano, donde está toda la información de flora de la ciudad, que además tiene una especie que lleva su nombre: Calliandra medellinensis (Carbonero de Medellín).
En la comuna 10 y la 14 se encuentran la mayoría de árboles patrimonio cultural de la ciudad. La ciudad tiene casi 800 especies de árboles y palmas, y entre ellos 600 árboles patrimonio cultural protegidos a través de Decreto. Medellín lleva 2 años certificada como “Ciudad Árbol de mundo”.