Qué misterio tendrá esa casa, la de María Gitana, que no deja de sorprendernos con noticias.
Primero, la habitó esa mujer de rasgos zíngaros, cuya belleza impresionó a tantas personas, entre ellas al escritor Manuel Mejía Vallejo; después, ella estableció allí un museo de antigüedades; ahora se hace visible un veterano de la Guerra de Corea... Su dueño y ocupante.
De María Gitana, menos conocida como Rosalía Peláez Vélez, queda la memoria. También los cuadros que su viudo, Óscar Ramírez, mantiene colgados en las paredes.
Uno es un retrato de la bella mujer, el cual tiene un papelito con un poema prensado entre el vidrio y el marco; otro, un recorte de prensa en el cual se alude a su belleza juvenil, artículo escrito cuando esta era ya un recuerdo, aunque un recuerdo muy vivo.
Él no deja de alabarla... y de extrañarla.
—Era la mujer más inteligente y hermosa que había en estas tierras —repite.
Una gata negra y un gato amarillo ronronean por aquí y por allá. No tienen nombre: cuando los requieren, simplemente los llaman Gata y Gato.
De las antigüedades, hay un arrume detrás de los muebles de la sala: es una montaña de máquinas de coser, bacinillas de palo, despulpadoras, sillas, cristos, lámparas, mesas, armarios y decenas de objetos más, adormecidos en la espera de ser repartidos entre los dos hijos de Rosalía y Óscar.
En el patio hay diez piedras de moler. Cuando llueve, se mojan, se llenan de agua.
Digamos de una vez: la casa en que todo esto sucede está situada en la última cuadra del casco urbano de Jardín o, más bien, en la primera del sector rural, en dirección a la vereda La Herrera.
Palmas de corozo bordean la entrada. Es una antigua construcción de bahareque y techos de tejas de barro y armazón de caña brava, con paredes encaladas y puertas y ventanas de un azul tenue.
En el solar, bajo una enramada, gruñen dos cerdas blancas que pronto van a parir.
Posee jardín de rosas bien cuidado en el que se destaca un árbol del que ninguno de los habitantes de la casa sabe su nombre y al cual le cuelgan epifitas como barbas de viejo.
Los veteranos
Por cierto, las barbas de Óscar, el veterano de la guerra de Corea, forman una cortina de un blanco grisáceo que le tapa el pecho, como las epifitas de ese árbol de nombre ignorado.
Dos hermanos suyos, sin barbas, también combatieron en esa confrontación, lo cual es récord mundial: tres hermanos en la guerra de Corea.
Uno de ellos, Alberto, murió hace años; el otro, Mario, recuerda esos hechos con claridad.
El pasado 23 de mayo, en la celebración de los 150 años de Jardín, se les vio desfilando a los dos guerreros, vestidos con trajes de gala cafés, sus pechos colmados de medallas, botas bien lustradas y gorros de tela inmaculados. Uno juraría que esa indumentaria no esperó en el ropero más de 60 años.
Marcharon como si en vez de ir en una formación eterna compuesta por centenares de colegiales vestidos de uniforme, indígenas del resguardo de Cristianía con pancartas en que hablaban de su amor por la tierra, niños bomberos y bandas marciales, cruzaran el Meridiano 38, la Península Coreana, en pleno campo de guerra. Así de erguidos.
¿Qué imágenes cruzarían por sus mentes, mientras marchaban con rostros pétreos por las calles de Jardín? Acaso las de hombres que corren y gritan y disparan entre el humo. Acaso escucharían las órdenes de los comandantes, los ruidos de los cañones, los silbidos de las balas, los rugidos de los helicópteros...
—Al despedirnos para ir a Corea —recuerda Mario, parado como una estatua al lado de su hermano—, mi papá nos dijo: "Solo les pido que si uno de ustedes se ve perdido, acorralado por el enemigo, el último tiro de su arma no lo desperdicie: pone el cañón bajo su mentón y dispara. Prefiero tener un hijo muerto que un hijo prisionero de guerra".
Señala con el dedo índice de la mano derecha, el de disparar, un recorte de prensa de 1951 en el que aparecen los tres voluntarios, adolescentes y esbeltos, acompañados de su padre, Francisco Ramírez Jaramillo.
Al lado de este cuadro hay una fotografía en la cual se ve a Óscar poniendo flores en la Tumba del Soldado Desconocido, cerca al Arco del Triunfo.
—¿Su madre no trató de disuadirlos? —pregunto.
—No. Respetó nuestra decisión de abandonar el bachillerato para ir a pelear.
—¿Sintieron miedo?
—El que diga que no siente miedo es un mentiroso —contesta el guerrero sin barba.
—No. Nunca sentí miedo. Yo jamás he sentido miedo por nada en la vida. Uno no piensa en nada —comenta el hombre de las barbas como epifitas— y menos en que lo van a matar. Uno solo piensa en la aventura.
Cuatro estaciones
Nietos del general conservador de la Guerra de los Mil Días, Teodosio Ramírez Urrea, no resulta raro que se regalaran para ir a Corea, en el primer quiebre de la paz que siguió a la Segunda Guerra Mundial.
De los Ramírez, Óscar fue el primero en irse. Tenía 19 años, uno más que Mario y tres más que Alberto.
—Cuando cruzamos el Paralelo 38 en el barco H. Milton, nos trataron como a héroes. Nos declararon Lobos de Mar. Después desembarcamos y, a partir de ahí, todo fue infantería.
No estaban mezclados con gringos, ni con griegos, ni con etíopes, ni con neozelandeses ni con soldados de ninguna otra parte. Eran colombianos con colombianos, etíopes con etíopes, para que las órdenes fueran claras, se entendieran fácilmente y se respaldaran, aunque, eso sí, cada compañía tenía un comandante estadounidense o alemán, porque, como se sabe, ellos dirigían la guerra.
Iban ganando posiciones enemigas. Estaban armados con fusiles M5, carabinas.30 y ametralladoras. Pasaban la noche en casamatas formadas por ellos mismos con bultos de arena. Comían "comida americana": hamburguesas, carne, todo enlatado y listo para calentar, y chocolate. Mario señala las marmitas y las cantimploras metálicas enfundadas en forros de tela verde, un tanto raídos, que cuelgan en los maderos de la cama.
Recuerdan el horror de haber visto morir a algunos compañeros, pero también los días de descanso.
—Jugábamos fútbol, nos bañábamos en quebradas de campos retirados de las líneas de combate.
Vivieron las cuatro estaciones en el campo de batalla. Vieron a los coreanos sacar la mierda de las letrinas de madera de los soldados para usarla de abono en sus cultivos, pues no tenían animales que produjeran estiércol para tal fin.
Distinto a hoy, Corea era uno de los países más pobres del mundo hace 60 años.
Protocolo y fiebre
Un día, Mario se emborrachó y chocó un carro. Lo castigaron trasladándolo a la Compañía A, en la línea de fuego, donde usó ametralladora y tuvo enfrentamientos cuerpo a cuerpo.
Entre tanto, a Óscar, el hombre que no ha sentido miedo, lo escogieron para integrar una delegación que fuera a saludar a Harry S. Truman, en la Casa Blanca, y a recibir homenajes en varias partes del mundo. Fue una gira de tres meses. A ese tiempo corresponde la foto que lo muestra ante la Tumba del Soldado Desconocido.
—¿De modo que Óscar viajaba por varios países, en actos y homenajes, mientras ustedes seguían en Corea?
—¡Cómo le parece… Nosotros matándonos en el campo de batalla y él recibiendo medallas —bromea el guerrero sin barba.
Luego de tal recorrido diplomático, Óscar llegó a Colombia. Se encontró con la noticia de que sus hermanos seguían en la guerra y decidió regresar a Corea para estar al lado de ellos.
Corrían los meses. A medida que avanzaban los acuerdos para poner fin al conflicto, fueron despachando contingentes a sus países de origen. Los tres hermanos volvieron al país de uno en uno.
Mario estuvo 18 meses en el campo de batalla. Dice:
—Al final, contraje fiebre hemorrágica. Es una enfermedad viral en que se tapona la vejiga. Me atendieron en el hospital de campaña. Orinaba por sondas que me instalaban las enfermeras. Pero allá no podían curarme, entonces me dieron la baja... —Y agrega—: Usted sabe, en todas las guerras hay una epidemia y esa fue la de Corea: la fiebre hemorrágica.
Los hermanos Ramírez recuerdan todo ello como una aventura sin par.
En las paredes de la casa hay diplomas de honor y Medallas del Gobierno de Corea, la Llave de Oro de Nueva Orleáns...
Los combatientes reciben dos salarios mínimos mensuales por los servicios prestados en ese país asiático.
Los dos veteranos de guerra son campesinos. Mario, siembra y pastorea en Guarne; el hombre sin miedo, en Jardín, más exactamente en la casa que fuera de su María Gitana.
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